Enrique Urbizu lo llama el aroma de la narración. Incluso en un documental (que en realidad, a poco que reflexionemos, también es ficción) el director emplaza la cámara en un lugar determinado y mira hacia un punto establecido. Luego, con la altura de la cámara, el formato, la profundidad de campo, con una luz precisa, observa lo que ocurre o sucede en ese punto durante un tiempo necesario. Todo lo demás queda fuera, pero aunque quede fuera también podemos sentir ese aroma de la narración, o de la vida, precisamente por haber quedado excluido. Pero lo que no está en el cuadro, lo que ocurrió antes y lo que ocurrirá después, es decir, todo lo demás, somos nosotros mismos en una sala de cine, y lo que llevamos con nosotros a la sala antes de ponernos delante de una pantalla. El director está estableciendo un punto de vista, su punto de vista. Y ese punto de vista puede desgajarse o enriquecerse, o contraponerse, con el punto de vista de sus personajes y sobre todo con el punto de vista del espectador. Creo que el cine, desde que alcanzó una cierta plenitud como arte (plenitud siempre balbuciente y al servicio de lo industrial, siendo un artefacto tan caro) no puede desprenderse de esta concepción del punto de vista, ni en su forma narrativa ni en su forma anti-narrativa. Es, sencillamente, su arquitectura dramática y lo que da plena vigencia y profundidad estética a una imagen.
Demasiadas veces, me temo, se habla de lo que cuenta una película, o de las conclusiones psicológicas o sentimentales, o de los lugares que alcanza una historia, en lugar de hablar de la forma esencial de esa película. Por otro lado, todavía no sé por qué el cine, o una película, tiene que contar una historia necesariamente. Godard dijo “una película debe tener presentación, nudo y desenlace, claro…pero no necesariamente en ese orden”, una desvergonzada forma de decir, a mi manera de ver, que ya estamos preparados para que una ficción, o una sucesión de imágenes, no vuelvan a contarnos la misma historia una y otra vez de la misma forma. A fin de cuentas todo el mundo habla de lo mismo: de la muerte, del amor, del trabajo, del dinero, del sexo, del odio, de la violencia, del hombre, de la mujer, de la naturaleza, de la infancia, de los recuerdos, de los sueños… Una historia no es más que una forma abstracta de hablar de todo eso. Pero en lugar de contarla “desde fuera”, como el que cuenta por enésima vez el cuento de Caperucita Roja, lo interesante en el arte es quién lo cuenta, por qué lo cuenta así, y cómo lo cuenta. En pocas palabras: es la mirada o la voz del narrador mucho más importante que el aprendizaje de que no debemos fiarnos del lobo, y las razones que esa voz o esa mirada tienen para fijarse en caperucita, en el lobo, en la abuela o en las mariposas del bosque son las que formalizan esa obra de arte en concreto. Y yo creo que ahí está lo grande del cine (como también de la literatura), que es olvidarnos de nuestro punto de vista y acceder a otros, algo que es mucho más de lo que parece.
Básicamente, cuando un director hace una película, lo que te está diciendo, como espectador, es: “ven aquí, acompáñame, te voy a mostrar algo y te lo voy a mostrar de la forma en que yo lo veo”, y a continuación tú experimentarás las sensaciones que tengas que experimentar o que puedas experimentar, que no necesariamente serán las misma que las suyas, ni siquiera parecidas a otro espectador. Muchos pueden ver en esto proselitismo o manipulación. Ahí está lo difícil, y es evitar ambas cosas, y por eso es tan complejo dominar lo narrativo, no digamos ya lo anti-narrativo. De ahí que cuando un espectador, de cualquier clase (poco cinéfilo o muy cinéfilo, da igual), se acerca a una película, debería vaciarse de prejuicios y tender a escuchar la voz que inspiró al artista. Una poética forma de decir que durante dos horas va a ver el mundo a través de los ojos del realizador, y va a dejar de verlo desde donde siempre lo ve. No para compartir necesariamente ese punto de vista, pero quizá sí para comprenderlo y admirarlo. Es decir, volver a mirarlo cuando abandone ese punto de vista y vuelva al suyo, que ahora está ampliado y enriquecido. Es una hermosa forma de darse cuenta de que no estamos solos en el mundo, y de que éste es mucho más grande que la distancia entre mis ojos y mi nariz. Y ahí está la razón de que muchas películas, hechas con pericia y talento, no sean grandes películas: tenemos que hacer ese viaje con el director y los personajes, olvidándonos de nosotros mismos para poder vernos realmente, tal como somos. Porque somos nosotros los que hacemos la película acompañados del director, y nunca deberíamos ser espectadores pasivos a los que se les sirve una historia más o menos bien contada. Un buen director siempre dejará abierta varias puertas a habitaciones que llenaremos con nuestros recuerdos y nuestra sensibilidad e inteligencia.
Rigor, solidez, enigma
‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, John Ford, 1956), que no por un azar comienza siguiendo de espaldas a Martha Edwards cuando ella cree ver algo en el horizonte. Lo que hay en esa mirada, lo que ha ocurrido antes, no lo sabemos, pero es nuestro deber imaginarlo. Después de la tragedia al cuarto de hora de película, el punto de vista lo tomará Ethan, y no será un lugar agradable desde el que ver el mundo de Ford. Pero dos fuerzas pugnarán para robarle ese punto de vista y establecer el suyo: el de Laurie cuando narra con la carta, y el de Martin, que es el verdadero héroe de la historia. Y todo concluye con una mirada hacia el mismo lugar del comienzo (la puerta del hogar) al que observamos, quizá, desde nuestro propio de vista, que John Ford nos devuelve ahora que ha terminado de darnos el suyo. Porque sólo un poeta es dueño de un mundo propio (que parte del real, claro, pero que se le parece poco) y sólo a otro mundo, a otra forma de mirar, es interesante acercarse cuando uno ve una película. Se disuelven así, como meros arquetipos, cuestiones como el conflicto, la trama, la subtrama, los giros narrativos y toda clase de conceptos que deberían ser excusas, y no herramientas (es decir, trucos) para lograr que el espectador sienta esto o aquello. Es casi imposible sentir el flujo de la vida, sobre todo de la complicadísima vida moderna, con elementos como presentación, nudo y desenlace, más que nada porque la vida no los tiene. Es mucho más impredecible, caótica e insatisfactoria.
Otro ejemplo de esto. En cierto capítulo de ‘A dos metros bajo tierra’ (‘Six Feet Under’, Alan Ball, 2001-2005), tiene lugar lo que yo llamo “la paradoja Ball”, cuya forma se repite en la serie muchas veces. Claire Fisher atiende a clases de arte y se dedica a perder el tiempo charlando con su compañero y futura pareja. El profesor la llama a su mesa, y pensamos que va a ser para echarle la bronca. En lugar de eso, le anuncia que quiere que sea su ayudante. Claire, encantada, acepta, para luego averiguar que ser la ayudante de un profesor de arte, de uno tan particular como éste, consiste en hacer de chófer y llevarle la compra a casa. Lo que da pleno sentido, o fuerza expresiva y coherencia, a esta sucesión de cosas, en la que nunca sabemos qué va a ocurrir, es el punto de vista de Claire, con el que nos sentimos completamente identificados, por mucho que seamos personas muy diferentes a ella, pensando en la forma en que reaccionaríamos nosotros ante una situación semejante, incomodándonos y haciéndonos reaccionar. Poniéndonos nerviosos. Y en otro maravilloso capítulo, Nate Fisher se entera de que su padre disponía de una habitación secreta, situada sobre un bar, a la que acudía para estar solo…o para hacer nadie sabe qué. Por mucho que investiga, observa y toca los objetos que dejó su padre, es incapaz de sacar conclusiones, lo que llena de frustración y le aleja todavía más de llegar a comprender a un ser querido que ha muerto y que no le va a dar respuestas. Por eso se pone a hablar con él en su imaginación, y por eso el padre, al oído, puede explicarle el sentido de la existencia (...nosotros no lo oímos, por supuesto). Y no es forzado ni caprichoso. Por algún extraño motivo, es justo lo que tiene que contarle.
Un punto de vista determinado, más que dar respuestas, ofrece enigmas, y da muestras del rigor y de la solidez (o de la falta de ellas…) de ese director en particular. El cine no es una cuarta pared, la cámara se sitúa entre los personajes y dentro de ellos. Cuando Nate se imagina lo que podría haber hecho su padre en esa habitación, obtenemos una toma genial, desde el interior de su fantasía, con su padre disparando por ventana, jugando al póker, bailando, fumando droga, teniendo relaciones con prostitutas, cualquier cosa. De pronto, Nate es el guionista de la historia de su padre, y le inocula todos sus miedos, sus deseos y sus anhelos. Y por eso, además de ponernos nerviosos, con el punto de vista somos creadores de la historia. No hay soluciones ni verdades absolutas, sólo pequeñas verdades que ofrecen a los personajes, y al espectador, la energía que una imagen cinematográfica debería siempre tener. El cine no es teatro filmado. Es otra cosa. No observa desde fuera (aunque muchos espectadores se empeñen en ello), sino que se introduce en una mirada. Sólo así se pueden crear imágenes que nos perturben, que nos conmuevan. Conmoverse es moverse con, sentir pasión con, otra forma de ver la muerte, el amor, el trabajo, el dinero, el sexo, el odio, la violencia, el hombre, la mujer, la naturaleza, la infancia, los recuerdos, los sueños…
En ‘El silencio de los corderos’ (‘The Silence of the Lambs’, Jonathan Demme, 1991), o en ‘Chinatown’ (íd, Roman Polanski, 1974), seguimos, casi siempre, el punto de vista de los dos investigadores. Si nos conmueve tanto la aventura tenebrosa de Clarice Starling, o nos perturba todo lo que la mirada inquisitiva de Gittes es capaz de averiguar, es porque los directores han respetado escrupulosamente sus puntos de vista, y con ellos han establecido una forma de ver y entender el mundo. Porque ese punto de vista es una forma moral de conectarse con el entorno, y aunque a veces no lo compartamos o nos resulte difícil, queremos seguir viéndolo todo desde ese punto de vista, quizá porque sabemos que cuando se acabe la película, podremos regresar a nuestra propia mirada, y nos habremos sentido, por dos horas, otra persona, y habremos comprendido cómo sienten Clarice y Gittes, y por qué hacen lo que hacen, y no otra cosa. Más que el hecho de atrapar a un monstruo o entender que el mundo es una cloaca de ambiciones y egos, el cine nos brinda la oportunidad de vivir otra vida que nos parece vedada, y nos da las fuerzas para intentar vivirla de una maldita vez. Y así, la cámara se vuelve la mirada del personaje, y le puede seguir con dignidad, respeto, o con fascinación, y sentimos que también somos merecedores, al menos por dos horas de ese respeto o esa dignidad. Por eso seguimos, creo yo, seguimos viendo películas.