Quiso sentarse un rato a dormir en mi habitación. No despertó. Que ironía, hace casi 39 años yo nacía en su habitación y ahora ella decidió morir en la mía. Un leve quejido significó su adiós y obtuvo la respuesta en el interminable lamento del recuerdo de años y años de una vida digna, y sobre todo llena de bondad. Siempre me perdía en su casa, que me parecía enorme y el lugar más lejano al que quería regresar cada verano, cada Navidad.
Una casa amiga, con ventanas y puertas que daban paso a risas y llantos, a niños corriendo, a tardes durmiendo y a noches hablando. Mi perturbada mente de cinéfilo se bloquea por la cantidad de recuerdos que se agolpan uno tras otro, descubiertos como por primera vez, y me doy cuenta de que mi amor por el cine, o parte de él, se forjó allí, entre aquellas cuatro paredes llenas de rostros perdidos nunca olvidados.
Podría enumerar infinidad de momentos cinematográficos inolvidables que se sucedieron a lo largo y ancho de todos aquellos años en la televisión que me abrió un mundo fascinante, los ciclos dedicados a actores o directores, el descubrimiento de grandes autores cuyos nombres no sabía pronunciar bien, y ahora que la muerte con su silencioso abrigo arropa a la dueña de aquella casa, ésta permanece muda, triste y vacía. Intento agrupar y ordenar todos mis recuerdos de cinéfilo (el resto me los guardo para mí), y la mente empieza a traicionarme, pues con el paso de los años ésta ya no es tan lúcida, aquella casa ya no es tan grande y el mundo es mucho más extenso de lo que imaginaba por aquel entonces.
De entre todo lo que soy capaz de recopilar, sobresale una escena de una película que me impresionó sobremanera con 11 años de edad, y aún sigue haciéndolo ahora: ‘Esta tierra es mía’ de Jean Renoir, uno de sus títulos realizados en suelo estadounidense. El final es simplemente antológico. Charles Laughton es un profesor tímido y cobarde, y en esos últimos instantes se enfrentará a la muerte con un valor y entereza de los que tal vez nadie pueda presumir. Consciente de que su tiempo se acaba, se desviste completamente como ser humano, tira todos sus prejuicios y lleno de una envidiable bondad habla a su alumnos por última vez. Los derechos del ser humano es el tema, y los jóvenes estudiantes escuchan unas palabras que sólo entenderán con el paso de los años, cuando las recuerden. El profesor, que momentos antes se declaraba a la mujer de la que siempre estuvo enamorado y nunca se atrevió a decírselo, subraya el hecho del recuerdo como antídoto a la segura muerte, pues precisamente todo aquello que muere subsiste en la memoria de los vivos.
Esa entereza y ese valor aún me asustan, quizá porque llegado el momento no sea capaz de estar a la altura, y porque todos de un modo u otro intentamos huir de lo inevitable, no pensando o hablando de ello. El cine, en su corta existencia (poco más de un siglo no es mucha edad para un arte) nos ha hablado infinidad de veces de la muerte. Con pasión, con dedicación, de formas desagradables o amenas, disfrazándola, burlándose, e intentado ser el reflejo de una realidad que siempre supera al cine con creces, nunca al revés. Lo cierto es que al lado del cine, la realidad tiene mucha más riqueza de matices, más personajes, más vida. No hay travellings ni banda sonora, no hay escenas eliminadas ni finales felices. De hecho, no hay un sólo final feliz.
“Hola, soy el hijo del difunto” es la terrible y maravillosa frase que un amigo me dijo cuando le visité para darle el pésame por la muerte de su padre. ¿Qué película esconde una frase tan magnífica en un contexto que siempre nos deja mudos y desarmados? ¿Qué película transmite la sensación de un sincero apretón de manos en un momento tan delicado al oír esas palabras? Ninguna. Porque la verdad, la triste verdad que este cinéfilo vanidoso y prepotente descubre (recuerda) es que al lado de la vida el cine es una mierda, una maravillosa mierda.
Hasta pronto, ay de mín probe, vives en mis recuerdos, los de aquella tu vieja casa donde sentiste mi primer llanto. Volveremos a encontrarnos.