Me va a perdonar el lector una brevísima disgresión literaria antes de entrar en faena cinematográfica, pero creo que es apropiada. Como muchas veces no sé qué leer, agarro el primer libro que encuentro, y como está cerca de mi escritorio y es de bolsillo, ese primer libro suele ser el primer volumen de ‘El señor de los anillos’, la archifamosa novela de J. R. R. Tolkien. Lo abro por la mitad, distraído, y leo párrafos sueltos…y descubro que no puedo dejar de leer. Yo no sé qué me está contando este individuo de anillos que no se funden, de montes del destino, y de magos que cuentan historias ancestrales, pero me lo estoy creyendo absolutamente todo, hasta el punto de que se me antoja algo absolutamente real, y por ello emocionante. Y se trata de unas cuantas palabras reunidas en un cacho de papel. Y de una historia que me he leído cincuenta mil veces. Y me sigue emocionando como la primera vez, sino más.
Tolkien, cabrón con magia. Y me doy cuenta de que en el cine es absolutamente igual, o crees o no crees. Y cuando no crees, no hay nada que hacer. Pero cuando crees… Amigo, cuando crees, te pueden contar lo que les venga en gana, porque tú careces del poder de cuestionar lo más mínimo de lo que te están contando. Así que, a lo mejor, todo este rollo del cine, que a tanta gente le trae de cabeza, que tanta pasta mueve y tantas pasiones remueve, que millones se afanan en aprender y comprender, es más fácil de lo que parece. Puede que todo sea cuestión de fe (como también puede que me salga esta reflexión después de tanto tecnicismo fotográfico...), de creer en el cine (que se lo digan a John Carpenter…), de creer en uno mismo. Y por eso algunos pasajes de la adaptación de Peter Jackson precisamente de ‘El señor de los anillos’, los más convencidos de su propia importancia, no me los creo, y por eso otros en los que no me tiene que convencer de nada, porque ya se los cree Jackson sin el menor esfuerzo, yo también me los creo.
Decía François Truffaut, que “algo” sabía de todo esto, que el director es un tipo que responde preguntas, miles de ellas. Y ejemplificó su definición con la extraordinaria ‘La noche americana’ (‘La nuit américaine’, 1973), que si el lector no ha visto debería ver cuanto antes, una de las más fascinantes muestras de “cine dentro del cine”. Allí el personaje interpretado por el mismo Truffaut, que dirige en un supuesto rodaje, se pasa la película respondiendo las preguntas de todo el equipo: ¿dónde va la cámara?, ¿de qué color los zapatos?, ¿te molesta esta verja?...lo que sea. Básicamente hace de Dios terrenal, pero mientras Dios, si existe, no hace el más mínimo caso a las preguntas de nadie, el director de la película es un dios que ha de responder a todas las que pueda, y lo mejor posible, si quiere hacer una buena película. Pero, claro, antes de que la película esté terminada, antes de que todo el mundo diga lo genial que eres y las maravillosas ideas que tienes…hay que creer en uno mismo de una forma que no pueden comprender los que nunca han hecho algo creativo. De modo que seguimos hablando de creer, de creencias…
Porque es muy fácil creer en ello ahora, pero sentarte en tu casa, antes del fenómeno, y escribir: “La Fuerza es lo que da al Jedi su poder. Es un campo de energía creado por todas las cosas vivas. Nos rodea y penetra en nosotros. Mantiene unida la galaxia”, y darle esa línea de diálogo a un actor…Eso es fe, es creer cuando todo te induce a lo contrario. Y buena prueba de ello es que el gran Alec Guinnes declaró no pocas veces sentirse ridículo con algunas de las frases escritas para su personaje. Así que hablamos de una doble creencia en algo irracional: por un lado los espectadores, que han de creer en algo que saben que es absolutamente falso, y por otro los creadores que han de creer en sí mismos y han de superar el miedo a hacer el mayor de los absurdos. Por eso eso el cine es, me parece, una cuestión espiritual: porque con él sentimos la muerte en nuestras carnes sin morir verdaderamente, porque con él odiamos y amamos sin miedo y sin culpa, con él nos convertimos en dioses que crean personajes tan vivos como la vida misma, y desde luego con él accedemos a una segunda realidad, a otro mundo, sentados todos en una sala oscura como si nos dispusiéramos a rezar o a dar confesión, convirtiéndonos a veces en otras personas, asumiendo una conciencia fuera de nuestro cuerpo.
Pero no todo acaba ahí. Ingmar Bergman, otro que “algo” sabía de esto, y, quizás, uno de los diez o doce cineastas más importantes de todos los tiempos, declaraba:
“Haciendo caso omiso de mis propias creencias y dudas, que carecen de importancia en este sentido, opino que el arte perdió su impulso creador básico en el instante en que fue separado del culto religioso. Se cortó el cordón umbilical y ahora vive su propia vida estéril, procreando y prostituyéndose. En tiempos pasados el artista permanecía en la sombra, desconocido, y su obra era para gloria de Dios. Vivía y moría sin ser más o menos importante que otros artesanos; ‘valores eternos’, ‘inmortalidad’ y ‘obra maestra’ eran términos inaplicables en su caso.”
Y aunque en algunos aspectos no estoy demasiado en sintonía con sus ideas, sí creo que el arte, en general, existe para acercarnos a la parte más recóndita y espiritual (llamen Dios a esa parte espiritual, o llámenlo como les venga en gana) de nosotros mismos, y sí pienso que la mayoría de los directores de cine, incluso aquellos que detestan la idea, son conscientes de que el cine, ante todo, se rige por una (i)lógica espiritual, y por eso se dedican a esto. Y, si no, pregúntenles a los hermanos Wachowski, a los que les vuelven locos los dividendos en taquilla, pero que se rompieron la cabeza para hablar de la Verdad, de lo divino e inmortal que existe en todos nosotros, hasta el punto de crear una odea al mal gusto con la saga de ‘Matrix’ (1999-2003). Porque hay veces, cuando algunos cineastas se ponen estupendos, que por mucho que hablen de temas trascendentes, no te crees absolutamente nada. Se consideran tan geniales, lo exageran tanto todo, que el plumero de la vacuidad se ve a kilómetros.
Y lo mismo le sucede en algunas ocasiones a Jackson con ‘El señor de los anillos’, y a Scott en ‘Blade Runner’ (id, 1982), y a Kasdan en ‘Grand Canyon’ (id, 1991), y a Kubrick en ‘La naranja mecánica’ (‘A Clockwork Orange’, 1971), y a Amenábar en ‘Ágora’ (id, 2009), y a tantos otros. Están tan empeñados en demostrar lo genios que son (y en mi opinión, ninguno de ellos lo es ni de lejos), que se olvidan de que lo más importante es que nos creamos lo que intentan contarnos, y otros directores, quizá mucho menos preparados técnicamente que ellos, como por ejemplo Semih Kaplanoglu, cree con una fe y un amor en lo que te está mostrando en ‘Miel’ (‘Bal’, 2010), que te quedas alucinado, como un recién nacido. No sabes muy bien qué te está contando del niño que espera al padre, y encuentra a la luna reflejada en el cubo de agua, y bebe el vaso de leche para consolar a la madre, pero estás hechizado.
Porque existen un millón de escritores mucho mejores, técnica y narrativamente, que Tolkien, pero muy pocos que sean capaces de contarte eso y que parezca tan normal como la vida misma. Y quisiera yo ver al Zack Snyder de turno con tres millones de dólares, que fue lo que costó, y con el guión de ‘Están vivos’ (‘They Live’, 1988) y hacer algo tan redondo y tan potente como lo que hizo Carpenter y que dentro de poco analizaremos, pues da miedo de lo verdadero, verosímil y creíble que parece algo tan extraño como lo que te cuenta, quizá porque el maestro Carpenter cree que algo así puede ser (y quizá sea) muy posible. Ya digo, cuestión de creer, cuestión espiritual.
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