Querido lector:
Anda el Febrero un poco nevado y comprenderás que no lea con frecuencia entrevistas con cineastas. Los directores hablan casi siempre con un orgulloso y paleto sentido del humor. Organizadas por departamentos de comunicación, las entrevistas terminan siendo una retahíla de anécdotas desternillantes sobre el rodaje. Por supuesto, existe otra variedad. La de los cineastas que hablan de su trabajo con un ademán serio. Esa variedad es todavía más lamentable, si cabe: la explicación que procederá es la de los retos que supuso rodar su película.
Leer cineastas, convendremos, es una pérdida de tiempo, a excepción de algunos entrevistadores, franceses casi todos, que se toman el deber espiritual de hacerlos hablar. Ah, Francia, a estas alturas todavía tan paciente. También algunos norteamericanos. Por supuesto, hay otros directores que parecen haber pensado tanto en su trabajo que la entrevista es una guía estupenda para comprender su universo. O que lo han hecho lo suficiente para que comprendamos asuntos de su biografía.
Pero no me pierdo: David Cronenberg, me doy cuenta, no es de estos hombres. Cronenberg cuenta con todas mis simpatías por su última película, esa en la que Michael Fassbender se despierta como un Jung sudoroso y Viggo Mortensen se divierte siendo un Freud casi falstaffiano, aunque pareciera más bien un Long John Silver de una isla del tesoro improbable, la del deseo.
Cronenberg ha decidido hablar de su trabajo y lo ha hecho con admirable lucidez. Hay que señalar la labor del periodista Jonathan Penner para editar una entrevista así de valiente y en la que explica varias cosas. Me detendré en algunas citas para que piense conmigo. Dice Cronenberg que la diferencia entre el arte y el género está en el confort. Y es cierto. En tiempos de confusiones de jerarquías, meras explicaciones a una madre simbólica y vigilante, conviene recordar esta pequeñez: en el género, la dama en peligro queda salvada. ¿Qué no es género? Bien, Cronenberg responde que es un asunto de intelecto. Y vuelvo a estar de acuerdo. Se puede hacer un drama familiar que sea todo género. Pero a lo que va Cronenberg, a comentar por qué ‘La Mosca’ (The fly, 1986) es género es bastante adecuado: la razón por la que usa el monstruo es para hacer más accesible la historia.
Comenta la indignación que sintieron tras una entrevista con Mick Garris dos cineastas, John Carpenter y John Landis, después de la osadía de Cronenberg tras llamarse artista. ¡Como se atreve, pensaron! Resulta muy irónico el destino último de Carpenter, firmando alegatos políticos contra la industria y, siempre tan hawksiano él, a merced de los maravillosos estudios que organizaron su acercamiento fílmico, que los haría un francés, Olivier Assayas, en Cahiers Du Cinema.
Aquí viene otra cita: “La mayor parte de películas americanas son realmente sobre películas”. Sobre otras películas. Sobre la nostalgia de sus directores. Lo cual es preocupante. Uno de los efectos de la generación de los ochenta fue ese. Mi problema con George Lucas o con John Landis, no importa el caso, es que no hay un atisbo de vida en sus películas. No me voy a referir ya a los artefactos más complejos de cierto Tarantino, como el de su solipsista fantasía última, fascinante en la medida en que el propio Tarantino genera condiciones de recepción. Pero, supongo, que ese es otro asunto. Lo que me preocupa es que no queda ya nada de vida reconocible en las películas: solamente clichés fílmicos que ir reconociendo con juicio. Las posturas y las actitudes sustituyen a cualquier tipo de entidad.
La pregunta es qué clase de artistas puede producir un cine donde toda la vida pasa solamente en las películas y en sus tópicos. Qué clase de crítica. Qué clase de textura.
Una, desde luego, muy parecida a la actual.