Todo está preparado. La luz es perfecta en este atardecer de ensueño; el lugar y el momento, la Jerusalén de la tercera cruzada, embotan los sentidos con miles de detalles que presuponemos minuciosamente documentados; La música se tensa disponiéndose para la acción, mientras, decenas de ciudadanos realizan su quehacer diario ajenos a la historia que mueve los intereses del protagonista; este presenta un porte especial que le diferencia de la muchedumbre, y parece más que listo para la misión encomendada, asesinar a un alto mandatario de la ciudad. Sus músculos están rígidos, su arma engrasada, su mente alberga determinación tras años de secreto entrenamiento. Todo está preparado. Sin embargo Altair, nuestro héroe, se mantiene inmóvil, como extasiado ante el entorno que le rodea. De repente, desoyendo su destino, deja de lado su objetivo, escala hasta lo alto de un edificio y se pierde entre los tejados de la mítica ciudad. Y es que esto no es una película, es un videojuego.
Al contrario que en ‘El reino de los cielos’, del inefable Ridley Scott, donde los actores siguen el guión que les llevará de forma férrea por tierra santa, en esa novela histórica interactiva que es ‘Assassin´s Creed’ podemos obviar lo escrito para marcar el ritmo que nos dicte nuestro propio interés o estado de ánimo. Somos el protagonista, y este actuará reflejando nuestro libre albedrío. Puede ser siguiendo a pies juntillas el argumento, o simplemente subiendo hasta lo alto de una atalaya para observar durante unos minutos el fantástico decorado que se despliega ante nosotros.
Es complicado narrar una historia cuyo ritmo depende de lo que quiera en cada momento el actor principal. En un Story Board de una película dispuesto en láminas individuales, el director puede pasar secuencialmente de un plano a otro haciéndose así una idea mental del tempo que tendrá la secuencia en pantalla. Imagina ahora que fuera el espectador el que decidiera ese tempo, existirían entonces tantas variantes como personas se pusieran ante las láminas. La acción podría ser lenta, rápida, hacia adelante, hacia atrás o simplemente la observación sosegada de un plano en particular. Existirían entonces tantas películas como espectadores, y cada una respondería a intereses y pulsiones individuales.
Los videojuegos, sobre todo los de mundo abierto (esto es, una enorme extensión de terreno que podemos explorar libremente), tienen que ver más con una experiencia sensorial que con una trama establecida de antemano. Recuerdo que en ‘Oblivion’, juego ambientado en un mundo fantástico de inspiración medieval, me llevé un mes deambulando sin rumbo, disfrutando de lo que me ofrecía el paisaje, visitando ciudades y poblados hablando con nobles y aldeanos, observando plácidamente una puesta de sol o enfrentándome de forma azarosa a algún asaltador de caminos. Fue producto de no saber jugar y, aún así, lo experimentado había resultado igualmente gratificante. ¿No habéis pensado alguna vez, cuando veíais ‘El señor de los Anillos’, lo maravilloso que sería simplemente recorrer esos parajes? Más adelante descubrí cómo jugar a ‘Oblivion’ y me metí de lleno en el viaje del héroe que proponía. Digamos que aquel primer mes fue como la vida de Frodo antes de recibir la visita de Gandalf. Hasta ese momento no había habido historia, sólo (y no es poco) vivencia.
El ejemplo del ‘Señor de los Anillos’ me sirve igualmente para hablar del arco de transformación de los personajes. Nos encontramos ante una obra inmensa en la que el autor (centrémonos en el cine y no en la novela) tiene el tiempo suficiente para ahondar en los personajes, que estos vayan evolucionando poco a poco. Y es así como ocurre en los videojuegos, donde la extensión de la experiencia puede ir de las seis horas de un título de acción a las más de cien de un juego de rol. Es una labor complicada definir todo lo que quieres contar de un personaje en la duración estándar de hora y media de una película. Los videojuegos sin embargo lo tienen ahí más fácil, hay un espacio temporal lo suficientemente amplio como para madurar con tranquilidad ese proceso, siendo la interacción directa del usuario con el protagonista un primer paso, ya que se le hace responsable directo de sus acciones.
Un trabajo mal hecho en el desarrollo de los personajes puede dar al traste con una película y con un videojuego. Se crean barreras entre el espectador/jugador y los protagonistas porque desaparece la conexión con lo que ocurre en pantalla. Así pasaba por ejemplo en ‘Final Fantasy XII’, superproducción interactiva cuidada hasta el extremo en su dirección artística que naufragaba estrepitosamente por unos personajes que no evolucionaban. Y es que es difícil meterse en la piel de unos protagonistas que se mantienen sin ninguna variación interior tras 80 horas de juego.
La diferencia tan acusada entre la duración de una película y un juego conlleva también diferencias estructurales. Los dos puntos de giro habituales en el guión cinematográfico pueden multiplicarse a favor de mantener el interés del jugador. Es una decisión arriesgada que puede llevar a la confusión y al ridículo si se aplica sin medida aunque, como en el cine, todo depende de la maestría del guionista y del director.
Volviendo al tema del jugador como actor rebelde y caótico que puede retorcer y quebrar a su antojo el guión marcado, me viene a la cabeza Dennis Hopper durante el rodaje de ‘Apocalypse Now’. En aquellos infernales momentos Coppola se desesperaba intentando que aquel desquiciado hippy recitara las líneas escritas para él. El actor se reconocía incapaz de seguir las pautas establecidas, y en más de una ocasión lo que se inmortalizó en pantalla provino de ideas que aparecieron en las acaloradas conversaciones entre toma y toma. Podríamos decir que los jugadores somos como Dennis Hopper, unos desequilibrados impredecibles que pueden pensar (o no) que tal vez sea mejor observar una puesta de sol sobre Jerusalén que responder a la llamada de nuestro destino.
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