1. No son zombies, son fundamentalistas árabes.
Si George A. Romero, hombre siempre subestimado, dirigió ‘Zombie’ (Dawn of the Dead, 1978) con un ojo en la sociedad del consumo y con una dialéctica marxista, sátira ambiciosa sobre el mundo que nos rodea, Zack Snyder dirigió su remake y coló flashes de árabes rezando en estos créditos, al ritmazo de Johnny Cash, en la que todavía no ha dejado de ser su mejor película: Es quizás el testimonio más histérico del 11 de Septiembre, que resucitó a los zombies en la medida en que identificó a una masa (pobre) como nueva versión hiperrealista del Otro y del enemigo, pero también una prueba de que, glups, podíamos convertir uno de los ejemplos más ambiciosos y subversivos de cine de autor (y de culto, cuando la expresión tenía sentido) en un cacao mental en el que los malos muerden y nos pudren. Por supuesto, Snyder no olvidaba que los encerrados en el centro comercial eran también débiles (¡y pecadores!), pero en su película las simpatías eran humanas.
2. No son persas, son fundamentalismas árabes.
En tiempos en los que el cine norteamericano estaba que ardía, con ‘Syriana’ (id, 2006) o incluso la refutación moderada de ‘En el valle de Elah’ (In the Valley of Elah, 2007) diciendo pocas cosas simpáticas sobre la intervención en Irak, tocaba animar a las tropas con esta película en la que el villano, persa y con fabulosas inclinaciones a la homosexualidad pecaminosa (¡casi un recuento de la agenda de ese presidente Bush!), tienta al valiente, escultural general a vender la democracia.
En su grito de guerra, el general deja claro que la democracia se defiende exterminando al Otro porque son ellos o nosotros y la violencia, en glorioso slow motion, es un campo hermoso para todo gran guerrero. Una favorita, no es casualidad, del magazín conservador National Review (aunque su lista merece otro post y otra discusión).
3. Es la democracia griega, estúpido.
Si algo no podía ser el tebeo de Frank Miller era una película. Ejemplo perfecto de la última etapa de Miller, con excepciones como el complejísimo DK2, el cómic narraba con gran delgadez conceptual la batalla de los espertanos, tomando ciertas influencias fílmicas, pero dejando de lado cualquier atisbo reflexivo que no pasara por la síntesis gráfica y la precisión narrativa. En su versión cinematográfica, no solamente añadía una subtrama romántica y otra política, sino que dotaba de imágenes, de un nuevo contexto sociopolítico en el que leer la obra. Discrepo, en este caso, con Slavoj Zizek y doy toda la razón a los maravillosos Wu Ming.: la paradoja fundamental del hecho histórico, y de su narrativa, está fuera con unas intenciones muy concretas. Grecia era una democracia, que funcionaba gracias a sus ciudadanos y que fue tempranamente destruida por ese relativismo de los sofistas (como bien sabe Platón), pero mientras que el énfasis es que para protegerla hace falta cualquier cosa menos diplomacia (Es decir, la prolongación democrática del diálogo), el aspecto más tenso es que los propios Espartanos no eran la solución para proteger al pueblo griego sino lo que eventualmente podría leerse como una de las razones por las que esa democracia fracasó. Sí, es cierto que todas las revoluciones empiezan con sangre, pero Snyder ignora las preguntas fundamentales: en la agenda de aquellos militares no había respeto por Grecia, sino por su propia violencia, por su propio sistema. De lo que se trata, en fin, es de que Snyder esquive las preguntas más interesantes, aquellas que podrían haber convertido su relato en una película más cercana a John Ford o, en caso contrario, de una justa prolongación de ese gran anarquista zen llamado John Milius.
4. Deconstruir superhéroes al ritmo de The Matrix.
Cuando Alan Moore escribió aquella maxiserie de doce número, luego bautizada como novela gráfica en sus reediciones, con el talentoso arte de Dave Gibbons ejecutó a un género (el superheroico) dándole su Quijote: una parodia que a su vez se sostiene como gran relato sobre una cultura y una manera de mirar el mundo. Dotando a los superhéroes de polisemia (moral), engordándolos en su ridícula adicción a la violencia, mostrándolos como impasibles y nietzscheanos Dioses despreocupados, como empresarios lucrativos, Moore terminó haciendo un retrato sobre el peligro de las utopías en el que el lenguaje tebeístico alcanzaba cotas expresivas a la altura de esos grandes maestros que sus autores conocían muy bien, desde Eisner hasta Kurtzman.
En el otro extremo, aparece Zack Snyder, en una época en la que el lector y la crítica se han visto eclipsadas por la figura y la retórica del fan, y hace una traducción en la que todo está equivocado: desde el tono (¡y el falo!) hiper-erotizado del Dr. Manhattan, la perversión de Ozymandias en mero David Bowie ochentero, la atrofia narrativa y, por encima de todo, escenas de acción espectacular que van en contra, estética y sobre todo moral, del relato de Moore. Su traducción buscaba literalizar una estructura prodigiosa, pero la borra de su episodio más enloquecido (cierta criatura tentacular) como también de su sentido original (episodios como Aterradora Simetría, en el que la primera viñeta es simétrica con la última, la segunda con la penúltima y así sucesivamente hasta encontrar un espejo) demostrando una miopía lectora que se evidenciaba, precisamente, a través de la literalidad. Deconstruir superhéroes copiando tics de los Wachowski y añadiendo toques de camp (esa muerte del comediante con la enésima slow-motion y Nat King Cole; ese copular con el Hallelujah de Leonard Cohen) que alejaban de cualquier validez lectora a su cineasta.
5. Las colegialas son guerreras.
Paradoja fundamental: en la (presuntamente) feminista ‘Sucker Punch’ (id, 2011), las mujeres son perfectos objetos de deseo para adolescentes, colegialas con katana nada más y nada menos, mientras Snyder trata de salvar el papelón con una reivindicación de la mujer como sujeto fuerte y feminista. Por supuesto, la película termina mal y su embolado es mayor.: con una concepción histérica de los traumas sexuales, que estetiza con la consabida cámara lenta, Snyder termina haciendo una (inconsciente) apología de un mundo nihilista y perverso en el que todo lo que tenemos que hacer es ¿sucumbir? ¿A qué?
En su final alternativo las cosas no se aclaran: su cineasta cree estar haciendo su ‘Brazil’ (id, 1985), pero en realidad está ejecutando un atropellado videojuego que puede leerse como manifiesto personal de alguien que ha hecho del remake hiperbólico y de la ilustración despistada de tebeos su gran sello autoral. ¿Qué clase de personalidad podemos esperar? Efectivamente, ninguna.