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Las noticias se amontonan, razón por la cual muchos miembros de las diversas escuelas de la suspicacia de este país, desde los izquierdistas hasta los más tradicionales conspiranoicos, han estado de acuerdo en diagnosticar una doctrina del shock que, en base al aturdimiento y al ruido, nos deja la mente lo suficientemente despistada o saturada como para no tener opción alguna de desarrollar razonamiento, opinión o simple conocimiento sobre las situaciones.

Es el tiempo de los expertos, en la televisión se multiplican junto al otro especimen en boga, el tertuliano. El tertuliano encarna el griterío, la simplificación, la idiocia y burricie que mejor han encarnado los editoriales y las páginas de opinión en las publicaciones de prensa escrita. Pero el experto tiene otra aura, la de manejar datos, y ese manejo de datos es, claramente, el fetiche de nuestra época.

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En medio, el desierto. Digo esto porque varias noticias he leído sobre el asunto de Wert y el cine. Es sabida la deliberada y nada disimulada campaña de antipatía que hay hacia los profesionales más visibles de la industria del cine, y seguramente esta iniciativa lamentable da a dichos trabajadores mayor enjundia de la que en realidad tienen. Los trabajadores de cualquier industria son ciudadanos y pueden usar sus deberes - entre ellos, los políticos - como mejor convengan: no entenderé jamás la respuesta masificada, perturbada y tópica que se reproduce, como una gripe anual, año tras año en la red.

El ministro José Ignacio Wert ha hecho dos anuncios, y solamente uno ha tenido más revuelo, de momento, que otro. El primero es que se ausentará de los Goya. El segundo es que el IVA finalmente no será bajo para los productos culturales audiovisuales. Y entre medias, la concesión de subvenciones, algo establecido por el calendario, con un descenso del diez por ciento en presupuesto.

Lo cierto es que no estoy escribiendo este artículo con intereses partidistas, ni tan siquiera como expresión individual. Voy a ser modesto, porque ni tengo certezas económicas, carezco de tal formación, ni me interesa ahora instrumentalizar la industria del cine. El valor añadido de la gala de los Goya no debería ser el divorcio entre industria y ministro, sino, en general, el clima de desorientación y la necesidad de perspectiva, reflexión y audacia por parte de todos los interlocutores convocados.

Pero lo que resulta evidente es que el ritmo de rodajes es bajo. Evidente, cuando no preocupante. La famosa ley de mecenazgo, quizás la más prometedora de todas cuanto anunció Wert, ha quedado paralizada y productos comerciales, como la franquicia de muertos vivientes [REC] siguen requiriendo al menos un período de dos o tres años para ver la luz.

No es un buen síntoma. El cine español ha sufrido un descenso de rodajes y facilidades distributivas desde aquella Ley Miró, de la que ya hablaba el libro de Caparrós con gran pedagogía. En aquel entonces, los setenta y ochenta, el cine español contaba con talentos, claro, profesionales magníficos, por supuesto, pero no disponía ni de los medios tecnológicos ni de la experiencia formativa, educativa y profesional de los últimos veinticinco años.

No me interesa ahora la inflamación retórica: de nada sirve y vacía se queda. Pero el papel de las televisiones sigue siendo crucial para que los rodajes despeguen. Incluso para la formación de estrellas de cine, cosa saludable, pero que también nos debe hacer pensar hacia qué movimientos está atendiendo el ministro.

Pongo un ejemplo manido: aquella serie, El Barco, con Mario Casas y Blanca Suárez. No he visto más que briznas, pues no creo que la serie busque interpelarme y bien está, pero los datos avalan que fue, durante mucho tiempo, líder de audiencia y cumplió con su cuota de mercado. Sus protagonistas, actores y actrices talentosos y bien carismáticos, fascinaron a la audiencia interesada en sus hazañas.

Tal cosa no ha encontrado equivalencia, ni aprovechamiento, para proyectos no ya de caliz comercial sino incluso de tipo independiente, en nuestro estado. Y ese es el mal síntoma. Aunque, ciertamente, ha sido refrescante ver una oleada de producciones de bajo coste, y ver como la creatividad ofrecía, al menos, algo de resistencia a la progresiva pauperización de la industria del cine, bien me parece que la actual situación recoge, de un modo lateral y seguramente menos cruento, gran parte de las encrucijadas que se trasladan a los otros ámbitos del estado.

Existe capital humano suficiente, y bien preparado, para que este país se ponga en marcha una experiencia cinematográfica diversa y más dinámica en plazos y distribuciones. Pero las iniciativas tomadas parecen mínimas, y, todo ello, por supuesto, sin obviar el gran reto que supone Internet y el progresivo monopolio de distribución, donde, por primera vez en la historia, se va configurando un tipo de experiencia cinematográfica en la que solamente sobreviven los multicines o las salas alternativas, siempre situadas en capitales culturales.

Los retos son dificultosos, arduos, pero sería una pena que viendo una luz, desde hace ya un lustro, en el cine patrio, permitiéramos que se extinga, sin, al menos, haber visto iluminar, no sabemos cuánto ni de qué manera, algo más nuestra cultura y comunidad.

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