El tema de Richard Linklater es el tiempo. Y el eje. En su cine hemos aprendido que tres días pueden ser un amor perdido, un amor recuperado y un amor duradero. Un amor difícil. Que en tres días caben veinte años, diez de ausencia y diez de presencia. Y que en una semana se puede aprender una década, un genio y un reencuentro. Y que en los sueños cabe la simultaneidad del tiempo. Y que en la noche cabe un momento pero también el final de una era.
Sigue Linklater fiel a su peculiar escritura. No es literaria, en un sentido convencional. Ni tampoco es tan elegante como la de uno de sus maestros, Eric Rohmer, quien si confió en una elocuencia más ordenada como un rasgo creíble y necesario para sus personajes. Y sin embargo, Linklater dibuja como nadie carácter dubitativo y desordenado de algunos pensamientos. Esa lucidez intermitente que vemos en personas y que identificamos, un tanto injustamente, como pura humanidad (como si el talento no lo fuera también)
Creo que las actuaciones son tan radicalmente diferentes que solamente la suavidad del montaje puede hacerlas concebibles, del mismo modo que hace concebible el paso del tiempo en media hora. Tenemos al protagonista, que aprende a actuar y ensaya maneras de ser. Y luego el esfuerzo sostenido de una gigantesca Patricia Arquette compitiendo con las variantes de un Ethan Hawke mostrando sus facetas más desagradables.
Hay un efecto sutil en la manera de narrar que me resulta admirable. La película debe ser trivial pero no solamente. Los acontecimientos familiares - los malos novios de mamá - y luego sentimentales - las tentativas del amor, más que del deseo - mantienen un orden dramático muy delimitado. Pero eso no impide que vayamos de acampada y charlemos sobre películas. O vayamos a la bolera a tener una conversación embarazosa.
En ese sentido, esta es una película menos coral que sus anteriores. Siempre se partía de una pluralidad: el grupo de estudiantes, el mundo de los sueños desparramado sobre la conciencia y el recuerdo, los enamorados en el tiempo. Aquí todas las figuras (la hermana, papá, mamá, los amores) se diluyen con el tiempo. El propio rostro del protagonista se diluye. El truco, en su sencillez, de grabarla en tanto tiempo adquiere peso, nuevos significados.
La escena de la epifanía final no es la única. 'Boyhood' está salpicada de epifanías que hacen referencia a una necesidad (casi imperiosa) de búsqueda de sentido en una existencia aturdida: el protagonista se muda, las cosas cambian a un ritmo que ya no percibe y lo que se le abre a los ojos, de ser esa vida que Heráclito veía como un río pues también habrá de ser el tiempo. Nunca Linklater había pulido tan gustosamente su añagaza como una resonancia estructural, temática, argumental y finalmente argumentativa.
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