Del mismo modo que cada vez estoy más convencido (y ya explicaré mis razones) de que los años sesenta y setenta contienen las cimas más importantes de la historia del cine, cimas muy distintas, pero de algún modo incluso superiores (estética, técnica, intelectual, narrativa, temática, filosófica, conceptualmente), a las alcanzadas en los años cuarenta y cincuenta, que fueron a su vez muy distintas a las alcanzadas en los años veinte y treinta (y todo este subrepticio avance del cine, más que epigonal, constituye una prueba absoluta, al menos para mí, de que el cine es un arte, y un arte vivo que se renueva constantemente, incluso en el caótico momento actual…), también me propongo demostrar en las siguientes líneas que el lapso de tiempo enclavado entre los años 1975 y 1986 conforma el intervalo temporal en el que tuvieron lugar los cambios más drásticos, desde una perspectiva global, del cine como industria, como arte y como vehículo de entretenimiento, en todo el mundo. Y ello, quizá, porque esos años convulsos contienen algunos dramas sociales, políticos y económicos que, forzosamente, vieron reflejada su huella en el cine.
Muchos nos asombramos de la radical diferencia, en libertad, en la consecución de obras maestras (o al menos de obras realmente notables), en la fuerza creativa de nuevos y antiguos maestros, existente entre los años setenta y los años ochenta. Es casi un abismo. O sin el casi. Más aún cuando la situación, en prácticamente todo el mundo, ofrecía muchas razones para un optimismo gigantesco a principios de los años setenta, con la aparición de las nuevas generaciones de cineastas, los primeros surgidos en Estados Unidos de las escuelas de cine, que ya estaban demostrando su enorme talento y empuje; también con la desaparición de las impurezas formales de la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema británico, y otros movimientos revolucionarios cuyos máximos exponentes abandonaban el costumbrismo para profundizar como nunca antes en la psicología, el existencialismo, la soledad del hombre, y casi su espiritualidad; terminando con los nuevos directores, alemanes, rusos, asiáticos, africanos. Todo ello podría haber significado, tras el derrumbamiento definitivo del sistema de estudios y del dañino concepto de lo canónico y académico, la plenitud del cine como arte. Está claro que no tuvo lugar. ¿Qué ocurrió?
Pongámonos en perspectiva, en los años inmediatamente anteriores a 1975. En 1968, 1970 y 1974, John Cassavetes había dirigido las primordiales ‘Faces’, ‘Husbands’ y ‘Una mujer bajo la influencia’ (‘A Woman Under the Influence’), cambiando para siempre la dramaturgia clásica en el seno del cine independiente. Entre tanto, Dennis Hopper había mostrado en ‘Easy Rider’ (1969) que la libertad total, en el cine, era posible en un momento en el que se necesitaba, más que nunca, respirar. El gigante Coppola había logrado aunar el cine de género norteamericano, con las nuevas formas europeas, en su colosal díptico de ‘El Padrino’ (‘The Godfather’, 1972) y ‘El padrino, parte II’ (‘The Godfather, part II’, 1974) y en su hipnótica ‘La conversación’ (‘The Conversation’, 1974). Spielberg se acercaba a la plenitud de ‘Tiburón’ (‘Jaws’, 1975), mientras que Lucas ya había llegado a la de ‘American Graffiti’ (1973). Debutaba Malick con ‘Malas tierras’ (‘Badlands’, 1973). Polanski alcanzaba la cima de ‘Chinatown’ (id, 1974). Esto solamente en el cine norteamericano. El cine español, por su parte, experimentaba la desaparición del dictador que durante treinta y seis años había controlado las vidas de todos, y una generación de nuevos directores se unía al empuje de los antiguos pero todavía vigentes.
En el comienzo de la etapa a la que nos referimos, Akira Kurosawa dirigió una de sus más bellas películas: ‘Dersu Uzala’ (‘Deruzu uzâra’, 1975), y es el maestro japonés uno de los máximos ejemplos de lo que intento decir, porque a pesar de los elogios de la crítica, del Oscar de Hollywood, de su aureola de filme colosal, de su enorme conquista para decirlo con brevedad, ese triunfo no se tradujo en un nuevo comienzo en su carrera después del enorme fracaso (principalmente político) de ‘Dodes’ka-den’ (1970), con la que había intentado (y logrado ampliamente a mi parecer) presionar sobre los límites de su talento, y ensancharlos. Después de ese título, sólo rodaría seis películas en tres décadas. Pero para otros, ser un poeta del cine tuvo un precio mucho más alto. La crisis de la economía sueca (y del cine sueco) golpeó duro a Ingmar Bergman, que se refugió del acoso de hacienda, laboral e íntimamente, afrontando la última etapa de su carrera con mayor economía de medios (suerte que sin merma de su genio creador).
Pronto fue tan difícil hacer cine ambicioso en Hollywood como ser autor de cine en Europa. El abandono de Tarkovski de su tierra natal, fue en paralelo a la sucesión de varios desastres financieros que terminaron con lo intocable de los directores estrella. No solamente el desastre enorme de ‘Corazonada’ (‘One From the Heart’, 1982), con Coppola perdiendo hasta la camisa en un juego a todo o nada que había ganado milagrosamente en ‘Apocalypse Now’, sobre todo el fiasco gigantesco de la irregular (aunque con momentos sublimes) ‘La puerta del cielo’ (‘Heaven’s Gate’, 1982), el hundimiento de la United Artists y el fin de la carrera de Cimino y de la de tantos otros, con Spielberg echando a perder gran parte de su carrera y casi pidiendo perdón por hacer alguna película más personal, con Scorsese esperando hasta que llegase su oportunidad (que llegó en los años noventa), y con muchos otros grandes cineastas preguntándose (y haciéndonos preguntar) qué había sido del optimismo de los setenta y qué lo había sustituido en los ochenta.
Desaparecido Malick del mapa (según dicen, de profesor de filosofía por Francia, para volver en 1998 con una película primordial, que cambió el cine americano para siempre, en una nueva época que también comentaré), con Polanski volviendo tras la bellísima ‘Tess’ (id, 1979) con otro grandísimo fracaso, su ‘Piratas’ (‘Pirates’, 1986), que tampoco es que fuera una película a la altura de su talento, tenemos otro ejemplo máximo en la aventura en Estados Unidos de Sergio Leone (nunca un gran creador pero sí un narrador poderoso y un cineasta enamorado de su oficio), que comenzó precisamente en 1975 y concluyó casi al final de esta época apócrifa, en 1984, su ‘Érase una vez en América’ (‘Once Upon a Time in America’, 1984), con un fracaso económico de consideración, la muerte de Leone por un ataque al corazón, y la constatación, en la segunda mitad de la década de los ochenta, de que las circunstancias industriales habían cambiado enormemente. Y no solamente para peor, para mucho peor, pues cualquier proyecto mínimamente ambicioso o arriesgado era una odisea homérica hacerlo realidad.
Los estudios convertidos en cajas registradoras, el gusto del espectador cada vez más degradado, y los Oscar, ese chiste anual, premiando a ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’ (‘One Flew over the Cuckoo’s Nest’, Milos Forman), ‘Rocky’ (id, John G. Avildsen, 1976)‘Kramer contra Kramer’ (‘Kramer vs. Kramer’, Robert Benton, 1979), ‘Gente corriente’ (‘Ordinary People’, Robert Redford, 1980), ‘Carros de fuego’ (‘Chariots of Fire’, Hugh Hudson, 1981), o ‘Amadeus’ (id, Milos Forman, 1984), antes que a obras maestras como ‘Taxi Driver’ (id, Scorsese, 1976), ‘El hombre elefante’ (‘The Elephant Man’, David Lynch, 1980), u otras ya nombradas. Cada vez se hacía más patente la industrialización extrema del cine americano y su búsqueda de beneficios a toda costa, y el oasis de autor (muchas veces también engañoso) del cine europeo. Diferenciación que existe hasta el día de hoy.
En 1985 Kurosawa hace su última gran obra maestra, ‘Ran’. Las tres siguientes ni se acercarán en genio a ella. También en 1985, Tarkovski filma en Suecia su último filme, ‘Sacrificio’ (‘Offret’), y muere un año después en París. Bergman ya ha anunciado su retirada (que traicionaría una y otra vez con pequeños proyectos) y Bresson había filmado su última película en 1983, a pesar de que no moriría hasta 1999. Muere Truffaut sorpresivamente en 1984. En Estados Unidos, la ruina económica de Coppola es total y debe aceptar cualquier encargo que le vayan dando, mientras Lucas, que produjo una película de Kurosawa (su genial ‘Kagemusha’ de 1980) deja de dirigir aventuras hasta 1999 (y no hacía falta que volviera poniéndose el listón tan bajo). ¿Realmente la situación global, económica, social, ideológica, era tan deprimente como para renegar de las conquistas realizadas y permitir que el cine se convirtiera en un producto de consumo como la coca-cola? Parece ser que sí. Los malos, quien quiera que sean, habían ganado en 1985, justo cuando parecía que ocurriría todo lo contrario.
De pronto, el gran cine, el cine que propone valores estéticos, narrativos, conceptuales, visuales, filosóficos, morales, técnicos, intelectuales… ese cine, que forzosamente es el más personal y el más difícil de consumir por parte del espectador, porque le supone un cierto nivel y una lucha consigo mismo y con la sociedad cínica que le ha tocado vivir, ese, es el cine raro, incomprensible, aburrido, pagado de sí mismo, extraño y por lo tanto elitista y propio de esnobs. Mientras que el cine académico, canónico, ese que tuvo su tiempo y lugar varias décadas atrás, el que se preocupa antes de la historia que de la forma, es el mejor valorado, el válido y de calidad. Pero, por suerte, el pasado nunca vuelve (por mucho que algunos se empeñen) y este retroceso estético y narrativo se rompe en mil pedazos cada vez que un verdadero artista coge una cámara. Porque puede que 1986 fuera un punto de inflexión, de no retorno, que murieran o quedaran mudos los grandes maestros, pero llegaron otros grandes artistas que poco a poco les sustituyeron.
Como Zhang Yimou, que justo empieza su legendaria carrera en 1988, se lleva el Oso de Oro en Berlín y prepara el camino para la más gloriosa etapa del cine chino de todos los tiempos. Como la plenitud de David Lynch o Martin Scorsese. Como el relevo de los grandes directores de aventura desaparecidos, recogido el testigo por el insigne James Cameron, cuyas cimas de acción pura todavía no han sido superadas. Con otros como David Cronenberg, Jim Jarmusch, los hermanos Coen, Bertrand Tavernier, Wim Wenders… intenta recuperarse Polanski (y lo logrará en el futuro), Oliver Stone se planta en el panorama americano como un gran director, el cine indie neoyorquino vuelve a sus orígenes. Poco a poco, como islas en medio de un océano gris, un cine vivo y que recoge el pulso y la vida de su tiempo, va haciendo acto de presencia. A menudo con cuentagotas, pero afianzándose, hasta llegar a la más que interesante época que comienza en 1998 y que llega hasta nuestros días, época que ya comentaremos.
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