Un año más, ha tenido lugar la ceremonia de entrega de los premios cinematográficos más seguidos del mundo (muy a mi pesar, porque creo que cada vez tienen menos interés y menos prestigio). Pero los Oscar son los Oscar, no nos las vamos a dar de exquisitos ahora. Puede que se hayan ganado, a fuerza de incoherencias, año tras año, el escepticismo del cinéfilo más exigente, pero que te concedan un Oscar tiene un enorme poder mediático, y puede ayudarte mucho en tu carrera, sobre todo en Estados Unidos. Eso es algo muy importante. Ahora bien, la entrega de esta noche ha sido la más descafeinada que recuerdo (y he visto en directo las veinte últimas).
Y no ha sido descafeinada, como quizá pensará algún lector, porque yo apenas haya acertado premios importantes. Me suele suceder todos los años, y me da lo mismo. En realidad, en términos generales, no ha sido descafeinada, sino desastrosa. Hacía mucho tiempo que los premios Oscar (o como ahora los llaman, los premios de la academia) no resultaban tan increíblemente aburridos, tan largos sin necesidad, tan soberanamente conservadores, y la realización tan absolutamente mediocre.
Presentaban la gala (cómo odio esa palabra, gala, con lo bonita que es la palabra fiesta) una pareja de actores: Steve Martin y Alec Baldwin. Y se esperaba mucho de ellos, pero el resultado ha sido una manifiesta decepción. Su apertura, con los clásicos chistes para presentar un poco a los nominados del año, tuvo algún chiste afortunado, pero resultó bastante escasa en ideas y en sorpresas, y sus posteriores apariciones confirmaron la desgana de unos guionistas que cada nueva entrega están más vagos y sorprenden menos. Algún chiste políticamente incorrecto (“aquí están los malditos bastardos, y aquí los que hicieron la película”) y poco más. El año pasado, Hugh Jackman nos encantó a todos, y podemos afirmar sin rubor que Buenafuente estuvo muchísimo más divertido presentando los Goya.
Pero el mismo concepto de entrega de premios, con una platea mirando al escenario, está ya bastante vetusto, y los intentos de los productores por hacerla más ágil y vistosa, han caído una vez más en el abandono. Eso sí, el escenario en sí era una maravilla tecnológica y lumínica, sin duda lo mejor de la noche. Pero apenas se le sacó partido: apenas un número musical de presentación con un divertido Neil Patrick Harris, y la clásica presentación de las bandas sonoras nominadas, con una espectacular coreografía. Muy poco para cuatro horas de supuesto espectáculo. Da la impresión de que ni querían romperse los cuernos, ni había presupuesto para más.
Pero bastaba ver las caras de algunos de los asistentes para corroborar que no era algo personal, sino generalizado. Morgan Freeman estaba medio dormido, y George Clooney una cara de tedio indescriptible. Menos mal que ambos estaban nominados. Pero sabían que no tenían ninguna posibilidad. Todos los premios de actores estaban cantados, pues desde hace años, con tanta entrega previa de premios de toda clase, han matado toda opción de sorpresa. Subió Jeff Bridges a recoger su Oscar, que es un Oscar en realidad honorífico a toda su carrera (la mejor interpretación del año es la de Christoph Waltz), y un Oscar sencillamente por ser quién es y se lo merece. Pero lo teníamos todos tan asumido que su discurso de diez minutos resultó una pesadilla interminable.
Tampoco hubo la menor emoción con Sandra Bullock. Ni siquiera ella se emocionó. Lleva semanas haciendo campaña para ganarlo, y subir a recogerlo era para ella un mero trámite, como firmar cheques en su productora. Este premio le va a dar un prestigio que no obtiene con sus películas, realizadas para su lucimiento personal. Muy triste. El único premio de actores que realmente fue bonito de ver, aunque estaba tan cantado como todos los demás, fue el del magnífico y elegante y cálido Christoph Waltz, que era la viva imagen de la humildad y la alegría. Su papel ya es legendario.
Pero ha habido cuestiones verdaderamente bochornosas, que ensucian más si cabe estos Oscar, y que dan ganas de que sea la última vez que se ven en directo, hasta altas horas de la madrugada. Yo llevo veinte años haciéndolo y posiblemente esta sea la última. Que salga el ganador del Oscar al mejor documental, la excelente ‘The Cove’, y tenga apenas un minuto para hablar uno de ellos, mientras que al resto les apagan el micrófono, cuando Jeff Bridges o Sandra Bullock pueden estar el tiempo que les de la gana, me parece un insulto. Como un insulto es que salga todo un señor Tom Hanks, que va de gran actor americano, a presentar la mejor película, y simplemente diga hola, abra el sobre, y lea ‘The Hurt Locker’, con una desgana alucinante. Ni interés por el suspense, ni elegancia ni nada. Había que irse ya a la cena y a las copas.
La imagen de la fiesta, sin duda, la de una Kathryn Bigelow guapísima, que no cabía en sí de gozo, habiéndose convertido en la primera mujer que gana el Oscar a mejor directora. Su película es sensiblemente inferior a ‘Avatar’ o ‘Inglourious Basterds’, y esto es una obviedad como un piano, y es sensiblemente inferior a ‘Los viajeros de la noche’, ‘Point Break’ o ‘Días extraños’. Pero da lo mismo. Es la Bigelow, y es muy grande.