Una vez resuelta la cuestión racial, incluyendo un puntito exótico en su representación con 'Roma' (de directoras este año mejor no hablamos...), los Óscar encuentran hueco para ese cine amable y taquillero que tan bien engrasa la gran maquinaria industrial de las estrellas y el brilli brilli, y mantiene a flote uno de los negocios más rentables del mundo.
En un variopinto mix de reivindicaciones, comedias y superhéroes (!), 'Bohemian Rhapsody' y 'Green Book' optan a la estatuilla de estatuillas con sus propuestas "feel-good". Ambas con cinco nominaciones, no sólo comparten competición en algunas de las categorías más relevantes (mejor película, actor protagonista y montaje) sino que además les une la hazaña de haber obtenido un gran consenso entre el amplio público, que las sitúa entre las favoritas.
Una comparación significativa proveniente de propuestas muy distintas, como no menos llamativo es el hecho de que a ambas se les escapan las candidaturas que, de alguna forma, aúnan en género a las dos: la música.
Música dirigida al corazón de todos los públicos
Ni el score, ni por supuesto ninguna canción de sus alegres bandas sonoras, es relevante para los académicos que han valorado las historias "reales" de los artistas musicales retratados, de forma suficientemente apreciable como para considerarlos merecedores de convertirse en lo mejor del año. Su concurrencia no necesariamente era relevante en cuanto contribución artística en ese campo o por aportar un valor añadido al conjunto.
En el fondo, la una no es original del film y ya ha recibido su premio en forma de homenaje resucitador y en concepto de derechos de autor; mientras que la otra carece del virtuosismo del que presume, quedando atrapada en la contradicción aparentemente involuntaria de un diseño musical que convierte la biografía de un músico que habla de jazz y clásica en una aproximación al piano más bien pop.
Pero su ausencia resulta ciertamente paradójica, considerando que ambas apoyan en la música el gran peso de su capacidad para conectar con la audiencia, y la clave para entender su éxito comercial. Música como elemento reconocible y aglutinador de fans con un efecto llamada, más extremo en el caso del biopic de Queen, y a la vez como canalizadora de emociones sugestionadas.
Un truco de manual que no sólo sigue funcionando a las mil maravillas, sino que aviva el viejo debate de cultura versus entretenimiento. Con 'Bohemian Rhapsody', Brian Singer y la Fox entregan una versión edulcorada y para todos los públicos sobre la que pareció ser la tormentosa vida de uno de los mayores iconos de la música moderna, estigmatizado entonces por su contracción del sida, y ahora redimido a golpe de varita mágica.
Ocultos quedan cualquier detalle de contradicción humana, luces y sombras, o gradación de claroscuros de Freddy Mercury, siempre retratado por el mismo perfil, el más cómodo, como escasa resulta la reflexión sobre la persona detrás del personaje construido a base de emociones prefabricadas sobre los mecanismos de homenaje al ídolo.
Una maniobra tan obvia como esperada en realidad, y aun con eso, una experiencia cinematográfica absolutamente disfrutable. De otra manera, pero con un efecto similar, resuelve Peter Farrelly la definición de esos dos personajes que comparten experiencias en la carretera en la simple pero solvente 'Green Book'.
Sustentados sobre una serie de atributos estereotipados que en ocasiones bien parece el resultado de una asignación casi aleatoria de adjetivos antagónicos, Mahershala Ali y Viggo Mortensen (más el primero que el segundo), sin embargo, defienden una relación bastante genuina que atrapa hipnóticamente a pesar de todo lo que hay de fórmula.
De nuevo, reforzada a través de la música como nexo de unión que supera barreras y apoyada en ese concepto de auto-superación tan propio de las feel good movies.
'Green Book' y 'Bohemian Rhapsody', entretenimiento honesto que sienta bien
A pesar de los múltiples agujeros y estereotipos que no se esfuerzan en ocultar esa intención comercial masiva por encima de cualquier rigor histórico, resulta inevitable no sucumbir ante los efectos cautivadores de ambas, cuyo poso es tan escaso como grande su gozo, después de todo.
Por eso, resulta difícil de explicar el disfrute de ambas sin considerar el concepto de entretenimiento como entidad al margen de esa otra forma de hacer cine quizá más reflexionado. Cine autocomplaciente pero abiertamente sincero en su vocación taquillera, que se acepta a sí mismo como la radiofórmula cinematográfica, frente a otro tipo de cine de autor no necesariamente menos accesible.
Excepcionalmente simbolizado en ese pasaje metafórico de 'Green Book', donde el pianista virtuoso se muestra verdaderamente como tal (curiosamente, interpretando a Chopin y no su propio repertorio), revelando el talento que efectivamente le ha proporcionado el prestigio con el que ahora llena salones de corte de cámara de una alta sociedad más uniformada que formada, en una versión de sí mismo simplificada y generalista (y ciertamente extrapolable al llenazo de estadios de Queen).
En la era del tuit y la opinión apresurada, el eslogan cantado sigue resultando muy útil como transmisión de ideas en un ambiente controlado. El racismo y la homofobia resumidos en pocas acciones, directas y efectivas, con argumentos claros y de efecto inmediato en el arco de transformación de unos personajes diseñados para conectar con la audiencia. Un mecanismo a todas luces visible y, desde luego, placentero.
Tras unos mensajes que hacen sino raspar la superficie, y a pesar de toda esa integración aparente en la meca del cine, no se evita la sensación de encontrarse ante una versión blanca e inofensiva. La punta del iceberg de Hollywood. En época de crispación y bronca, de comunicación complicada y con la voz alzada, triunfa la cara amable sobre la reivindicación razonada. Síntoma, quizá, de su tiempo.
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