Si me preguntáis qué fue lo mejor de la gala de los Goya de anoche, la que celebraba su vigésima octava edición, os diré que, claramente, la cúspide del humor Pythonesco que proporcionaron los habitualmente inspirados Muchachada Nui. Con su categoría inventada - mejor película que no se llegó a rodar - sentí las carcajadas más genuinas de la noche, por no hablar de unas ansias increíbles de ver 23F-Transformers muy pronto en mis pantallas. Pero es que eso no es nuevo: creo que nadie debe ignorar el talento inmenso de Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla y Carlos Areces para el humor surreal.
No es que tuviera antipatía alguna contra Manel Fuentes, el esforzado y discreto presentador de la gala, que escogió una variante de humor demasiado radiofónica y subrayada, poco inspirada, pero que, por otra parte, demostró gran celeridad, escasa ansia de protagonismo sin variar las constantes habituales de la gala - con el habitual gag de inserto en las candidatas a mejor película - ni, esta vez, alargar en exceso la ceremonia.
Hubo de todo sí, aunque no todo estuvo demasiado bien. ¿Lo más sonrojante? El número musical de Fuentes y Cía, desaprovechado, arrítmico. ¿Lo más melódico? Esa otra película no rodada, Meriendacena, que devolvió al baile su condición de humorada absoluta. ¿Lo más emocionante? Indudablemente, la victoria de Terele Pávez, un ciclón de los escenarios que ganó el premio con una emoción recordable.
Porque el guión de los Goya estaba escrito, como acostumbra a ser ya habitual, por estos medios de comunicación que, multiplicados por el ruido de la Red, dieron ya un montón de titulares en la ausencia, al parecer forzada, del ministro de cultura y educación, José Ignacio Wert. El secretario de estado de Cultura, sin embargo, hizo aparición, pero el talante de José María Lassalle, que salió a terminar con el incendio de Wert y Montoro con celeridad, ha sido siempre culto, educado y prudente.
Aún así, se iban a oír reivindicaciones ¡y vaya si se oyeron! Un combativo Javier Bardem recordó el espíritu de los viejos Goya al dar un premio mandando recado al gobierno actual mientras que Jaime de Arminán recogía un premio trayendo la cálida historia de una jota bailada en un club parisino, en medio de las entreguerras (¿quien necesita a la ficción existiendo tales recuerdos?).
Hablemos de premios, pues. Seamos justos: los premios fueron inesperados, sorprendentes y, en su mayor parte, justos. ¿Los deseados por este muchachito que os escribe? Seguramente no, pero esa no es la labor de los premios: la labor de los premios, pienso, es no equivocarse o no hacerlo demasiado escandalosamente.
Estoy feliz, muy feliz, para los premios a la fotografía de la espectacular 'Caníbal' (id, 2013), para Fernando Franco y Marian Álvarez por esa película valiente, conmovedora y rompedora que es 'La Herida' (id, 2013) y qué alegría que Javier Pereira fuera el escogido para dar brío a esa rareza bienvenida, 'Stockholm' (id, 2013) otro debut lleno de sorpresa y brillo que ha animado el pasado año cinematográfico.
Estoy sorprendido con el triunfo del gran ausente, Álex de la Iglesia, cuyas 'Brujas de Zurragamurdi' (id, 2013) se llevaron todos los premios técnicos, a excepción de la citada fotografía, sin ningún rival que le arrebatara categoría alguna. Pávez, premiada por actriz secundaria, terminó dando empaque a las estatuillas recibidas.
¿La gran perdedora? El éxito de taquilla, y la que quizás era la opción más satisfactoria para el público comercial, era 'La gran família española' (id, 2013) de Daniel Sánchez Arévalo que fue la gran derrotada de la noche.
¿Y quién apareció en su lugar? David Trueba. 'Vivir es fácil con los ojos cerrados' (id, 2013) es una película comercial, aunque decididamente encantadora. Ambientada en un pasado en el que todo era posible porque, precisamente, todo era sombrío, gris y sin esperanza, la odisea sentimental cuenta con una interpretación memorable, felizmente premiada en la gala, de Javier Cámara, muy bien acompañado de Natalia de Molina, merecida actriz revelación.
Y Trueba ganó, vaya si ganó, al alzarse con mejor película, guión original y dirección. Homenajeó al humilde trabajador, Juan Carrión, sentado a su lado a lo largo de toda la gala. Y tomó la palabra con un estilo dandy, que fue un magnífico contrapunto a la consigna, al cliché fácil, a la crítica sencilla.
Trueba dio tres discursos ¡y fueron lo mejor de la noche, de lejos! Emocionó sin alzar la voz, habló de un público menos odiador de lo que a veces pudiera parecer y más afectuoso y agradecido de lo que se da parte, mandó elegantes y sutiles muestras de afecto político y sentimental y dejó una frase bellísima para el recuerdo ¿Qué sería de la vida si no nos insultara quien nos debe insultar?
Fue, en pocas palabras, lo mejor de los Goya: una mirada al futuro, hecha por quien no ha hecho otra cosa que conocer un poco más su tradición. Fue la emoción legítima y el premio inesperado. Fue la humildad, pues habló de los actores al ganar un premio él como director, y fue la paciencia, pues recomendó otra vez aquello de saber perder, con lo que ya tituló una novela.
En fin, Trueba respetó aquél viejo mandamiento de las películas, el de dar lo mejor al público al tercer acto. Y así fue.
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