Dice Pilar Palomero, directora de ‘Las niñas’, que lo difícil del mundo del cine es conseguir seguir haciendo películas, mostrando una gran percepción del estado de la industria y las dinámicas del público actual, presas de la volatilidad dependiente de los canales de distribución. Pero lo cierto es que no es habitual encontrarse con óperas primas tan seguras de sí mismas, con una gran capacidad de mostrar la verdad íntima de cada pequeño momento sin caer en las trampas de la autopercepción.
Si hace tres años Carla Simón proponía un dibujo melancólico de un trozo de vida en plenos años 90 con ‘Verano 1993’ (2017), parece que ‘Las niñas’ sigue su estela dibujando la vida de una niña con toques biográficos de su autora, pero resulta menos personal y encerrada en sí misma que la obra de Simón, mostrando más refinamiento para hablar de sensaciones, recuerdos y episodios tan relatables y certeros que pueden ser compartidos por cualquiera que haya pasado por esa época vital. Quizá por esto ha sido nominada a 9 premios Goya, incluyendo Mejor Película, Dirección Novel, y Guion original.
Palomero ubica su relato en el año 1992, en la España de la Expo y las Olimpiadas, para contar una historia de personajes femeninos a través de los ojos de Celia, una niña de 11 años que vive con su madre y estudia en un colegio de monjas en Zaragoza. El detalle podría llevar a la enésima “mala educación” y los clásicos códigos sin gusto del cine español más empecinado en volver a contar la opresión de la iglesia de la forma más manierista, pero como en ‘Verónica’ (2017), tan solo es un trasfondo inevitable al que deja hablar por sí solo.
Las dos Españas de los 90
‘Las niñas’ trabaja sobre los contrastes y, si bien la religión está presente como factor educativo, es más la tradición abigarrada en costumbres y educación la que hace acto de presencia. A los dictados sobre el matrimonio y la sexualidad se contrapone la realidad de Celia y su madre soltera, y el estigma que eso supone en la época, el conflicto silencioso que mueve el viaje de autodescubrimiento de la niña. Su ambiente modela sus anhelos y lo que cree que es correcto, pero su vida en el colegio vive en un constante juego de reflejos en la pantalla.
Las pantallas son una herramienta clave con la que Palomero indica la encrucijada de Celia –y de tantos niños españoles de su edad– ya que pasa por Los Fruitis, casi como un guiño kitsch a la propia inocencia de una generación, a las veladas de sábado noche con Rafaella Carrá, en la que un Umbral rodeado de azafatas afirma que lo que le diría a un grupo de colegialas es “póntelo, pónselo”. Una pequeña muestra de la posición de la mujer en la cultura de hace tres décadas con apenas un pequeño clip televisivo. El film ni siquiera tiene que tirar de las Mama Chicho o de las humillaciones de ‘El juego de la Oca’.
Sin embargo, ese momento de Rafaella también muestra otro contraste y, sexualizado o no, la idea televisiva del sexo era más abierta que el que podía plantear la educación del momento. Esto queda evidenciado en otro juego de pantallas, el de ‘Marcelino Pan y Vino’ (1955), símbolo del periodo más ultracatólico del país, aún perpetuándose cuando es mostrada en un colegio, con otra pantalla en blanco y negro, las emisiones porno codificado de canal plus. La misma lucha aparece acompasada en la formación musical de las niñas.
Emociones enquistadas
Mientras las canciones del colegio son anticuadas, casi con un aire deprimente muy bien captado en la canción original ‘Lunas de papel’ de Carlos Naya, Celia experimenta gracias a un cassette que le hace Brisa, su nueva compañera recién llegada de Barcelona, que la dirige hacia la adolescencia con canciones como ‘Viernes’ de Niños del Brasil, ‘Apuesta por el rock’n’roll’ de Más Birras, que Celia se sienta a escuchar atentamente a menudo, o ‘El aborto de la gallina’ de Manolo Kabezabolo, cuya maqueta iba rulando por los patios de los colegios en los 90 con más velocidad que cualquier éxito de los 40 principales.
‘Las niñas’ se compone de estos pequeños retazos, episodios de descubrimiento y sacudidas a la inocencia que retrata gracias al asombroso trabajo de Andrea Fandos, cuya mirada limpia y a veces triste recuerda a la de Ana Torrent en ‘Cría Cuervos’ (1976) y ‘El espíritu de la colmena’ (1973), en la que es difícil no pensar en la escena en la que las niñas asisten a la proyección en el colegio. En su naturalidad reside la fuerza de una película cuyo mayor debilidad es la falta de un elemento dramático más articulado.
Pero quizá, si se hubiera forzado algún conflicto más de la cuenta, las imágenes de ‘Las niñas’ no tendrían la misma fuerza y maleabilidad. A veces casi como un documental, con el punto de vista en tercera persona absoluta, la película nunca llega a ser fría, sino que encuentra sus emociones en pequeños momentos de catarsis, que sueltan lastre y dejan espacio para completar imágenes en la cabeza, como la emotiva escena final, cuando la voz de Celia renace en un plano fijo cargado de sensaciones que también es la voz de muchas niñas, y, por qué no, de otros tantos compañeros de generación.
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