Un año más, la industria de cine español se ha reunido para entregarse premios a sí misma. Un año más hay premios para todos los gustos, aunque parece que se ha repartido bastante justicia. Y un año más llegamos a la gala de los Goya con la incómoda certidumbre de que se habla más de crisis, de divisiones, de leyes, de dimisiones, de terremotos institucionales, que de cine, que en teoría es lo que a todos más nos interesa. Con la Ley de Economía Sostenible, más conocida como Ley Sinde, encima de la mesa y dispuesta a sembrar más discordia en todos los ambientes y estamentos del cine español, teníamos la excusa perfecta para olvidarnos de que era la noche en la que, en teoría, se discernía sobre la vigencia y el empuje (o la carencia de él) de un cine siempre en el abismo de la desconexión absoluta con su público (cada año salen las cifras del anterior justo antes de la entrega de estos premios, y cada año todos se llevan las manos a la cabeza) y del desprestigio total con su crítica. Y aunque unos premios industriales como estos tienen mucho de autobombo y de enmascaramiento de los problemas anémicos de nuesta cinematografía, también significan un excelente baremo con el que hacerse una idea global del estado de cosas.
El cine español, mal que les pese a muchos, está vivo, y de momento no va a morirse. Existen en él suficientes razones y suficiente talento como para no perder la esperanza de que algún día, y puede que ese día no esté muy lejos (aunque viendo según qué películas, se me puede tachar de ingenuo, o de insensato) florezca de verdad y nos asombre con una nueva generación de cineastas. Esto lo dice alguien que, las más de las veces, se aburre de muerte con las películas supuestamente comerciales o de género que se hacen en este país, o que abomina de cierto cine de autor que va de exquisito o profundo y que resulta insoportable en sus formas e irritante en su experimentación. Pero supongo que sólo es lícito ser tremendamente duro con lo que uno ama, y tremendamente realista con lo que uno tiene delante de sus ojos. Por eso me desespero cuando la gente joven que empieza y que demuestra agallas y talento, tanto en la ficción, como en el documental, como en la animación, disciplinas todas ellas que cuentan cada día con gente más interesante, lo tiene cada día más difícil para cambiar el cine español. Y por eso algunos premios me han gustado tanto, y el discurso de Alex de la Iglesia no me ha gustado absolutamente nada.
Un cargo lleno de espinas
Alex de la Iglesia ha sido, con diferencia, el presidente más mediático de la historia de nuestra academia. Como los anteriores, considero que ha tenido tantas luces como sombras en su labor, y aunque sus equivocaciones, o simplemente sus limitaciones, han sido muchas y más acusadas al final de su mandato, ha hecho un esfuerzo loable por adecentar y volver más habitable la pequeñita cabaña llena de egos gigantescos y de enfrentamientos infantiles que es nuestra cinematografía. Ha procurado dar una imagen, hacia el exterior, de diálogo y de buen rollo, de trabajo y de respeto por profesionales y espectadores. Sabiéndose uno de los directores que, a sus escasos cuarenta y cinco años, es de los más célebres, queridos y representativos de un cierto cine español que huye de los convencionalismos y trata de ofrecer títulos más arriesgados y más, por así decirlo, diferenciados de lo que hasta los años noventa era considerado el paradigma, de la Iglesia era muy consciente que aceptando el cargo de presidente le esperaba un verdadero reto al que se enfrentaría con su carisma y su energía habituales. Sin embargo, con la Ley Sinde, y tras su encuentro con internautas y productores, decidió dimitir para, en sus propias palabras, enfrentarse al problema y seguir dialogando como cineasta, que es lo suyo.
Nada en contra. Da la sensación de que está actuando según sus principios, y por eso no creo que haya nada que reprocharle. Eso sí, como despedida de su ciclo de dirigente de la academia, pronunció ayer un discurso bastante cuestionable, que se centró únicamente en la actual y cansina polémica de las descargas ilegales y de los conflictos con los internautas. No creo que de la Iglesia sea de los más culpables a la hora de convertir esta necesaria regulación de ley en una absurda guerra entre internet y los artistas, pero desde luego ha contribuido a hacerla realidad. Más allá de la pertinencia o la precisión de una ley que creo muchos de los que claman contra ella no se han leído en su totalidad (ni en parte), la idea final que se le queda a uno tras escuchar (o leer) el discurso que pronunció ayer en los Goya es que los cineastas tienen que estar agradecidos al público por poder trabajar, que hay que respetar las necesidades de los internautas por encima de las de la industria porque internet es la salvación del cine, que los cineastas tienen una obligación moral con el público, y que hay que llorar menos y sentirse afortunados.
Supongo que sus razones no tendría para llegar a conclusiones tan cuestionables. Ya que su adiós como presidente de la Academia es inminente, de la Iglesia podría haber aprovechado para lanzar un discurso mucho más valiente y menos servil, creo yo. Seguro que estoy equivocado, o que soy el mayor loco de este país, pero personalmente estoy convencido de que los mejores cineastas, los más valiosos, no hacen cine gracias al público, sino a pesar, precisamente, del público, y buena prueba de ello es que la película más premiada de la noche, la triunfadora ‘Pa negre’ (‘Pan Negro’, Agustí Villaronga, 2010) es la que menos entradas y menos repercusión popular ha tenido, y su premio a mejor película del año es incuestionable. Uno de los lastres del cine español es que, por mucho que se insista en que es un cine de búsquedas artísticas, lo que más importa a las autoridades culturales de este país, es su éxito económico y su repercusión popular, antes que sus calidades formales o su importancia estética. Ahora que ‘Pa negre’ ha sido premiada con nueve estatuillas, es muy probable que conozca un renacer en las salas de cine, pero el éxito de la película no será lo que llegue a recaudar, el triunfo es, simplemente, haberla hecho, que se haya hecho realidad.
Y estoy aún más convencido (y el que no lo esté, lo digo con todo el respeto, me parece que se equivoca) de que Villaronga no estaba pensando en agradecer a los ciudadanos la posibilidad de hacer ‘Pa Negre’ mientras escribía, filmaba y montaba su película. No creo que a los ciudadanos les importe un carajo lo que vaya o no a hacer un cineasta, hasta que ven la película terminada y el resultado les convence (o no, y lamentan gastarse unos pocos euros en la entrada antes que en dos paquetes de tabaco o una copa). Antes de eso, el cineasta de turno puede estar muy agradecido, puede codearse con internautas, puede manejar redes sociales, puede tener miles de amigos por la red y ser un tío carismático, pero los ciudadanos, esa masa abstracta y caprichosa, no van a mover un dedo por reunir la financiación necesaria, no le van a dar palmaditas al director mientras escribe el guión y se desespera ante los miles de problemas y dudas que surgen en su redacción, no van a poner de su parte para que el rodaje sea menos duro y las tomas salgan bien, no van a pelearse con los productores e inversores, no van a hundirse en la miseria cuando nadie comprenda lo que han intentado crear.
Así que tengo la certeza de que a los únicos a los que los cineastas tienen que agradecer hacer películas es a ellos mismos, que son los que se dejan la piel y la salud. Por supuesto que narrativamente, es inevitable, uno plantea su película para que un cierto público más que entenderla, conecte con ella, porque un artista piensa, siempre, en hacer la mejor película posible para los demás. Pero de ahí a hacerla para ellos, hay un abismo. Un gran artista habla de las cosas más valiosas para él, las más importantes, y si la respuesta de los espectadores es entusiasta, siente que estéticamente va por el camino correcto. Más allá de eso, todo son conjeturas y especulaciones. Hay películas que ven cuatrocientos millones de personas (en cines o por la red) y son basura, y hay películas que ven cuatro gatos y son obras de arte. El público tiene que estar a la altura de lo que le están regalando. Considerarles, siempre, el juez más importante y definitivo, es un error grandísimo. Como lo es decir que “no tenemos miedo a internet”. Como lo es confundir descargas ilegales con libertad de expresión. Como lo es pensar que los artistas se enriquecen y viven como reyes gracias a los derechos de autor. Como lo es establecer bandos y tergiversar la realidad. Pero también la Ley Sinde es una enorme torpeza, al igual que la gestión de los derechos de autor por parte de la SGAE. ¿Alguien será alguna vez capaz de hacer las cosas con inteligencia en este gallinero?
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