Durante un bueno puñado de años, Stephen Sommers fue la gran esperanza del blockbuster. En el año 1999 colocó su fabulosa visión de 'La Momia' entre los 10 más taquilleros, recaudando muy poco por debajo de casi todas las demás salvo 'El sexto sentido' y 'La guerra de las galaxias. Episodio I: La amenaza fantasma', que se lo llevó todo. Hoy casi nadie se acuerda de sus méritos, siendo esta increíblemente desenfadada 'G.I. Joe' la última de sus grandes intentonas.
El rey de la fiesta
Una película sobre una franquicia como G.I. Joe solo podría dar lugar a una historia sobrecargada donde la más mínima trama de guión únicamente sería un pretexto para colocar a los personajes en su respectivo lugar antes del siguiente combate titánico. Y eso es exactamente lo que ofrece Sommers durante las palomiteras dos horas de película.
De hecho, aunque parezca una tontería, el director de 'Deep Rising (El misterio de las profundidades)' depura lo que Steven Spielberg y Michael Bay habían realizado en 'Transformers' un par de años antes. Buen cine desde la premisa menos favorable. No era una casualidad que ese verano la segunda película de los coches robóticos de otro planeta y los soldaditos compartieran cartelera.
La película, con un reparto muy interesante (Channing Tatum, Sienna Miller, Joseph Gordon-Levitt, Christopher Eccleston, Dennis Quaid), conseguía trasladar el espíritu de los personajes a la gran pantalla, jugando con los recuerdos del espectador y tonteando con la incredulidad de los neófitos. Pero una incredulidad buena. ¿Cuántas pelis vemos al año que solo estén pendientes de contagiarte ganas de fiesta? Todos se meten en su papel con seriedad, a tope, completamente involucrados con su personaje. Todo esto hace que el encanto de la película sea aún mayor.
G.I. Joe es una película deliberadamente kitsch: del villano estereotipado al máximo hasta el negro bromista. Los guiños a James Bond, Star Wars o incluso 'Starship Troopers' también están a la orden del día. Este ascenso de Cobra se situaba de una manera alucinada entre la acción moderna (como puede ser la saga de 'Fast & Furious') y la animación, casi como una versión fotorrealista de la serie de animación de los 80.
Sobrada de efectos especiales espectaculares, a todo color, nos lleva de la mano en un viaje donde las armas de "plasma" que destruyen submarinos y helicópteros están a la orden del día. 'G.I. Joe' no busca la ruptura de la incredulidad: la destruye.
Sommers era el hombre ideal para llevar esta misión, pero no solo por el gran éxito de sus aventuras arenosas con el gran Brendan Fraser. Recordemos que la secuela de 'El regreso de la momia' dio incluso más dinero. 'Van Helsing' o la aventura marítima protagonizada por Treat Williams eran trabajos de un cineasta que iba a por todas sin mirar atrás, sin miedo al ridículo. Era el director perfecto para hacer esta película.
'G.I. Joe' costó la friolera de 175 millones de dólares, una auténtica locura para una película que era un verdadero enigma. Recaudó 300 millones, 150 en su casa y otros tantos en el resto del mundo. Nada mal, pero tal vez insufuciente. Fue la decimosexta película de ese año en USA, casi casi empatada con... 'Fast & Furious: Aún más rápido (A todo gas 4)'.
Siempre con un pie en el acelerador y el otro en la desvergüenza más sana, la película de Stephen Sommers fue un incomprendido soplo de aire fresco. Aunque es posible que la mayor parte de esa incomprensión hiciera más daño entre el público que entre los medios especializados. Tal vez por eso mismo su secuela, 'G.I. Joe: La venganza', hizo algo más de dinero con muchas menos ideas y sin sentido del humor. Fue entonces cuando los blockbusters dejaron de ser tan divertidos porque en realidad solo empezaban a ofrecer lo que la audiencia pedía: más de lo mismo, pero peor.
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