No hay nada peor para valorar un evento televisivo que haber causado expectación con anterioridad y demostrar que en realidad no se estaba a la altura con lo que se tenía preparado. La 25ª edición de los premios Goya se presentó como una gala que tenía todos los elementos necesarios para despertar la curiosidad del espectador: humor, espectáculo y morbo, mucho morbo. El año pasado tuvimos una buena gala, que llamó la atención por la ruptura que suponía con lo que hasta el momento nos habían ofrecido. No se nos puede olvidar que la edición de 2010 fue la primera que se emitió sin cortes publicitarios, algo que también hizo que viéramos la gala más ágil y fresca de lo que estábamos acostumbrados.
Por lo bien que transcurrió todo hace un año se decidió repetir la fórmula, desafiando a todo aquel que se aferra a ese dicho que pone de manifiesto que segundas partes nunca fueron buenas. Pese a que la gala no estuvo a la altura de lo que vimos la pasada edición, hay que reconocer que sí estuvo por encima de lo que hemos visto en otras ediciones. Pero si nuestro punto de referencia es la gala de 2010, que creíamos que había sentado un antes y un después en esto de los Goya, tenemos que admitir que este año se ha bajado el nivel, ofreciendo una entrega de premios larga, en ocasiones más aburrida de lo que se podría esperar, y con algún que otro error inadmisible.
Andreu Buenafuente realizó su labor exactamente como podíamos esperar que lo hiciera. Su monólogo inicial, en el que daba la bienvenida a varios de los nominados incluía divertidas bromas (entre las mejores, algunas pullas a la ministra de Cultura o la referencia a la paternidad de Bardem y su pérdida del cheque-bebé) pero estuvo precedido de un vídeo de introducción no tan bueno en el que veíamos como Andreu llegaba al cielo tras la gala de 2010. El vídeo fue muy parecido al del año pasado e incluso se atrevió a repetir alguno de los gags, pero no ayudó a que no metiéramos de lleno en la entrega de premios, que era lo que supuestamente pretendían con ese inicio.
La gala tuvo una amena primera parte, en la que para presentar algunos premios se derrochó ingenio (el musical que Luís Tosar y compañía se sacaron de la manga o la transformación del escenario durante el fallido intento de cortejo de Buenafuente a Maribel Verdú) pero poco a poco se fue desmoronando como un castillo de naipes al que le colocan mal una de sus últimas cartas. La repetición de algunos elementos (esa trampilla que llegaron a usar hasta cuatro veces), o el poco entusiasmo que desprendían los vídeos de los tráilers alternativos de las películas favoritas, no ayudaron a lenvantar el ritmo de una gala que por momentos se iba alejando del espectador.
Y a eso contribuyó, como cada año, esos interminables agradecimientos que hace que el espectador desconecte con la misma facilidad con la que lo hace con cada bloque de publicidad. Es cierto que los repartos de premios deben ir acompañados de su discurso, en el que quien recibe el galardón no sólo obtiene una estatuilla, sino también su oportunidad para decir lo que quiera. Pero anoche hubo premiados que atentaron contra la paciencia de los espectadores. Ante esto no se puede luchar. Mucho más patético resultó el año en el que el micrófono desaparecía cuando los discursos se alargaban demasiado o la vez en la que se cortaban algunas intervenciones que resultaban “menos interesantes”. Es responsabilidad del galardonado el hecho de que así suframos con su discurso.
Pero lo de ayer rozó el delito. Muchos compañeros de profesión, amigos, primos, madres, abuelas y demás familiares fueron nombrados mientras que era inevitable que al espectador se le apareciera algún que otro bostezo (algo que estoy seguro que también le pasó a más de uno que se encontraba entre el público). Jorge Drexler fue uno de los pocos concisos de la noche, decantándose por las estrofas de una canción en vez de por el típico discurso, algo que todavía le estoy agradeciendo. Pero la mayoría colaboró en que la gala se alargara en el tiempo, un hecho que nos recordó lo soporífero que pueden resultar estos espectáculos pese a que estemos buena parte del año esperándolos.
Sin duda uno de los alicientes que tenía esta edición de los Goya era ver la esperada imagen del presidente de la Academia, Álex de la Iglesia, y la ministra de Cultura, Ángeles González Sinde, sentados uno al lado del otro, que provocaba una expectación que llegó a su máximo durante el discurso del presidente. De la Iglesia utilizó su discurso para hacer un alegato conciliador que podemos interpretar como explicación de su inminente dimisión, en el que defendió el cambio que según él debía producirse en la industria con la llegada de internet.
Y poco más a partir de aquí. Cuando ya el morbo repartió su mayor dosis la gala fue decayendo. Pero a lo inevitable (lo comentado de los discursos o las partes flojas del guión) se le unieron algunos fallos que en ocasiones nos hicieron pasar vergüenza ajena. El colmo se lo llevó el asalto que una vez más realizó Jimmy Jump justo antes de que Javier Bardem subiera al escenario a recoger su esperado Goya al mejor actor. Después de su aparición en el pasado festival de Eurovisión, Jimmy Jump volvió a saltarse todas las medidas de seguridad para provocar un bochornoso y evitable momento y que Andreu le llamara “imbécil” con posterioridad.
La gala terminó con Buenafuente subiendo de nuevo al cielo pero haciendo referencia a una posible vuelta en los Goya de 2012. Presente quien presente, espero que se corrijan los errores de este año y no se acomoden en repetir todo lo que ya ha funcionado antes, como han hecho este año. La ruptura del año pasado con todo lo anterior fue lo que le dio frescura y sabor a la gala de los Goya, pero no se deben perder las ganas de aportar algo nuevo si se quiere sorprender al espectador, que tiene muy cerca el mando de la televisión y no suele dudar a la hora de usarlo.
La labor de repasar todos los ganadores de la noche se la dejamos a nuestros compañeros de Blog de cine, que han realizado una lista con todos los premiados que ha dejado esta 25ª edición de los Goya.
En ¡Vaya tele! | Razones para no perderse la 25ª edición de los Premios Goya