Desde que Disney decidiese girar la rueda de los remakes en acción real de sus clásicos animados a una mayor velocidad tras la lucrativa ‘Alicia en el país de las maravillas’ de Tim Burton, la compañía ha ido encadenando éxitos rotundos en taquilla que, a su vez —y a excepción de la notable ‘El libro de la selva’ de Jon Favreau—, se han traducido en productos de dudosa calidad cinematográfica debido, entre otros, a un gran motivo principal: la imposibilidad de replicar el espíritu, la expresividad y la esencia de la animación a través de imágenes reales.
Después de intentar alcanzar este objetivo con batacazos creativos como ‘Dumbo’, ‘Aladdín’, o una ‘El rey león’ que, pese a ser una delicia técnica, evidencia las carencias del CGI hiperrealista en términos emocionales, la Casa del ratón ha decidido apostar por un distanciamiento más drástico de sus referentes con ‘Mulán’: una versión del filme de 1998 dirigido por Barry Cook y Tony Bancroft que recrudece el tono del original para jugar con los cánones del cine chino de artes marciales y caballería.
Desgraciadamente, este cambio de aires no ha impedido que el largometraje de Niki Caro manifieste una vez más la inmensa mayoría de carencias que ya sufrían sus homólogas y que encuentran su núcleo en los cimientos sobre los que se sostiene el proyecto: un libreto escrito a ocho manos que desvirtúa la balada tradicional en la que se basa, occidentalizándola con torpeza y transformándola en una producción de 200 millones de dólares plana, inerte, previsible y en absoluto estimulante.
Drama bajo mínimos
Quien haya leído alguno de mis textos sabrá que soy un férreo defensor de la idea de que, prácticamente por encima de cualquier otro elemento, el alma de una película y la capacidad de conexión de esta con el espectador están estrechamente relacionadas con sus personajes y las dinámicas que muestran pantalla. Necesitamos verlos fracasar, sufrir y dudar de sus capacidades ante un reto inalcanzable para, después, poder sentir a flor de piel y celebrar su más que probable triunfo; una progresión en las antípodas a la aplicada sobre la heroína de la ‘Mulán’ de 2020.
La naturaleza de la nueva Hua Mulán, diametralmente opuesta a la del clásico de 1998, es el cambio más sustancial respecto a la fuente y, al mismo tiempo, la mayor lacra de este live action. La protagonista ya no es una mujer normal y corriente que debe mostrar su valía mientras se oculta en un mundo de hombres; ahora se muestra como una suerte de superheroína, poseedora de unos niveles desmesurados de Chí que la convierten poco menos que en la guerrera definitiva.
Esta condición, además de restar enteros a la fuerza discursiva y reivindicativa de la cinta —ya de por sí afectada por la incesante verbalización de sus tesis—, minimiza considerablemente la carga dramática al derivar en un débil conflicto interno que deja en un segundo término los fantasmas de la equiparación de hombre y mujer en el campo de batalla —"Mas cuando ves un par corriendo por el campo, ¿quién logra distinguir la liebre del conejo?"— para mostrarnos a Mulán limitándose a contener su poder con el fin de no levantar suspicacias, y cargando con el peso del engaño.
Por supuesto, estos retos —y todos a los que se enfrenta— son superados sin grandes complicaciones gracias a un tratamiento unidimensional que la hace casi infalible eliminando todo defecto posible, y que encaja perfectamente con la descripción de Mary Sue; lo cual se traduce en una empatía bajo mínimos, en la ausencia de emoción, y en la aparición progresiva del siempre indeseable aburrimiento conforme va avanzando el relato.
La situación no mejora cuando posamos la mirada sobre el dúo de villanos de la función, comenzando por el Böri Khan de Jason Scott Lee, cuya motivación es tan insípida y genérica como el propio personaje. Junto a él, Xianniang —interpretada por una Li Gong que, junto a Liu Yifei, se eleva como lo más destacable— aporta un ápice de carisma como el reverso oscuro de Mulán, pero queda rápidamente sepultado por la previsibilidad de su arco; un indicativo más de la falta de sorpresas que convierte las abultadas dos horas de metraje del filme en un simple trámite sin más aliciente que ver la secuencia de créditos final.
Ni estimula el corazón, ni las retinas
La realizadora Niki Caro y su equipo contaban con un as en la manga que bien podría haber servido para camuflar las carencias narrativas de esta actualización de 'Mulán': la espectacularidad inherente al Wuxia, ligada a su aproximación a la acción y a sus coreografías imposibles. Lamentablemente, la forma ha resultado ser igual de insulsa que el fondo.
Su planificación y trabajo de cámara, entre lo rutinario y lo hortera —los rolls con technocrane chirrían en exceso—, su apático montaje, o sinsentidos como desaprovechar por completo a un gigante de las artes marciales como Donnie Yen son sólo algunos aspectos que hacen aún más perceptible si cabe el look ultradigital marca de la casa; que tira por tierra los encomiables esfuerzos de los departamentos de arte y diseño de producción y que se sitúa en las antípodas de hermosas representantes del género como 'Tigre y dragón', 'Ashes of Time' o 'A Touch of Zen'.
'Mulán' no deja de ser una nueva muestra de blockbuster prefabricado en un gran estudio que, en este caso, occidentaliza la rica cultura china hasta límites insospechados —la cantidad de inexactitudes— mientras se empeña en minimizar riesgos minando, como es costumbre, la creatividad. Hasta la fecha, Disney ha salido airosa en taquilla, pero puede que la estrategia de distribución escogida para su último live action se traduzca en su primer gran batacazo tanto económico, como cinematográfico de la última década.
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