Era de suponer que tras su éxito con 'Ciudad de Dios' tanto en el aspecto crítico como en el comercial, Fernando Meirelles sería atrapado por las redes de Hollywood. Su primera incursión norteamericana es la adaptación del best-seller de John Le Carré 'The Constant Gardener'. En ella la acción se sitúa en África, y narra cómo un hombre investiga la violenta muerte de su esposa, y los problemas que esa investigación acarreará. Esa es su premisa argumental porque desde luego en la película pasan muchas más cosas, y el enfoque que le da el director es de lo más acertado del film.
A medio camino entre la trama criminal y una bella historia de amor, Meirelles opta por narrar la película con numerosos flashbacks, haciendo interesante un relato que de estar contado en orden cronológico sería un eterno aburrimiento. Y el tedio es algo de lo que no puede escapar el film, pues tarda casi una hora en arrancar, lo cual es bastante, aunque eso sí, después levanta el vuelo de forma increíble, hasta unos minutos finales verdaderamente hermosos, donde aparte de la resolución de la historia, el director no oculta unas gotas de denuncia, que quizá sean demasiado obvias, pero no molestan, por su enérgica puesta en escena.
Una puesta en escena que en momentos juega en contra de la película, porque Meirelles no deja quieta la cámara ni un solo instante, y a veces eso resulta excesivamente mareante, puesto que no aporta nada al film, aunque lo curioso es que en otros momentos ese tratamiento le queda muy bien, sobre todo en lo referente a la sensacional historia de amor entre los dos personajes principales.
La película está interpretada por una estupenda Rachel Weisz y un, por momentos, inexpresivo Ralph Fiennes, cuya interpretación creo que no está a la altura del resto del reparto, donde nos encontramos con unos magníficos y entregados Danny Huston, Pete Postlethwaite y Billy Nighy, del cual hubiera sido de agradecer un poco más de intervención.
Una película que a pesar de sus virtudes podría haber estado mucho mejor, si no fuera porque en algunos momentos se ve ahogada por toda su parafernalia técnica, de la que destacaría un habilidoso y dinámico mantaje, obra de Claire Simpson; una extraordinaria fotografía (aunque si a estas alturas si una película no tiene buena fotografía, apaga y vámonos) de César Charlone y una banda sonora compuesta por uno de nuestros mejores músicos, un inspirado Alberto Iglesias.