Ayer, todavía en la oscuridad del cine, mientras veía pasar los títulos de crédito de 7 vírgenes, me dieron ganas de ponerme de pie, alzar mis brazos al cielo, o en este caso al techo, y gritar ¡Por fin! ¡Por fin! Aunque en el último momento, por pudor, me contuve.
Reconozco que mi grado de desesperación y desconfianza era grande, pero Alberto Rodríguez me ha devuelto la fe en el cine español, que en este fatídico año, había terminado por perder. Con una historia tan simple, como el permiso carcelario de 48 horas del protagonista, dibuja a la perfección las vidas rotas, de un barrio marginal. Las decepciones, los miedos, la rabia, la evasión, la realidad... Ya era hora (que me perdone Fernando León de Aranoa) de que alguien mostrara la realidad, sin disfraces inoportunos, ni diálogos fuera de lugar.
Todo encaja en esta película, las frases, las bromas entre chavales, los golpes, el ambiente, la música, la particular fotografía de Alex Catalán, y los silencios breves, pero muy intensos. Porque a todo esto hay que añadirle, la magnífica interpretación de Juan José Ballesta, de una naturalidad y fuerza sorprendentes, con una forma de mirar, que provoca el nudo en la garganta, la reflexión, la comprensión de la verdadera situación, más allá de lo que está ocurriendo.
Tampoco se queda corto Jesús Carroza, en el papel de amigo del protagonista. Todo un descubrimiento que agradecer, y tener en cuenta, que consigue ganarse la sonrisa del público, y a ratos quedarse con toda la pantalla, para él solito.
Coherencia, buenos personajes, buen ritmo, podría pasarme horas relatando las virtudes de 7 vírgenes, y si tuviera que buscar una pega, quizá sólo la encontraría en la avalancha de adolescentes, que me acompañaron en el cine, movidas por el atractivo imberbe del protagonista.
Aunque también fue una gozada, oírlas callar de golpe, enmudecidas por la trama, y eso sí que tiene mérito, o sino que se lo pregunten a los profesores de secundaria.