Hay ciertas reglas que deben cumplirse para poder sobrevivir con éxito en una película de terror
N°1: No debes tener sexo
N°2: No debes tomar ni usar dogras.
N°3: Nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia digas: “Ahora vuelvo”.
Uno de los principales aciertos de la primera entrega de ‘Scream’ consistía en expresar ante el público los mecanismos de las películas de terror adolescente, subgénero al que pertenecía. Una sonrisa recorría en esa escena el rostro del respetable. Todos eran conscientes de esa fórmula mil veces repetida, incluso más de uno, desde su posición de espectador, imaginaría muchas más reglas como ¡No abras esa puerta! o ¡Mira detrás de ti! Porque ¿Quién no ha gritado alguna vez estas frases a los personajes de estas películas? Una y otra vez ellos, desoyendo nuestras advertencias, han sucumbido bajo el cuchillo, hacha o sierra mecánica de turno. Pero ¿Y si fuéramos nosotros los protagonistas de la película, conscientes además de las reglas antes descritas?
Los videojuegos nos ponen en ese papel y sí, como los protagonistas de ‘Scream’, que reían ante la enumeración de esas reglas, nosotros nos vemos obligados a romperlas y a reunirnos con nuestro inevitable destino una y otra vez. La interacción propia de los videojuegos deja en nuestras manos el abrir o no esa puerta, y, en alguna ocasión, yo mismo me he mantenido sin hacer nada, cogiendo aire, preparándome para el momento de pasar a la acción. Y es que la acción en los videojuegos depende de nosotros. Si no abrimos esa puerta simplemente no avanzaremos en la historia.
El género de terror en los videojuegos alimenta su éxito a partir del desasosiego creado en el espectador de cine durante décadas. Esa extraña y placentera perversión que consiste en sentir cómo se agarrotan los músculos, cómo se acelera el corazón y cómo se eriza el vello de la nuca adquiere en los videojuegos una nueva dimensión.
Lars Von Trier imaginaba nuevas formas de retorcer el alma del espectador de ‘Anticristo’ cuando anunció un videojuego que se encargaría de expandir ese universo. La idea era buena, se comenzaría con un psicoanálisis del jugador para encontrar sus miedos más profundos y personalizar así cada experiencia. Buena idea sí, sólo que se le adelantaron en una de las entregas jugables de ‘Silent Hill’.
Esa premisa psicoanalítica nos convierte en el ciudadano preso del Gran Hermano que Orwell describiera en su novela ‘1984’. Winston Smith no atiende a vislumbrar la razón por la que todo el mundo tiene un miedo atroz de la habitación 101. Allí todos los que entran pierden la razón, confiesan crímenes inenarrables y asumen la culpa ante el estado antes de morir ejecutados. Winston se da cuenta demasiado tarde de que la habitación 101 esconde mil horrores, tantos como víctimas entran en ella.
‘Silent Hill’ se convierte así en el videojuego que odiamos jugar, que hace que nos sintamos sucios y enfermos. Si en la franquicia ‘Resident Evil’ (de la que, no hace falta decir, las películas no han hecho justicia ninguna) el miedo estaba en los sustos medidos, los encuadres forzados y el zombi ideado por Romero, en ese pueblo llamado la colina silenciosa encontramos un purgatorio que cada protagonista de cada una de las entregas vive de manera diferente. El sexo se da la mano con el horror informe y las pinturas de Francis Bacon adquieren la rápida vibración de las imágenes de ‘La escalera de Jacob’. Las paredes palpitan y sangran, el sonido crispa nuestra nervios, la herrumbre oxida nuestro corazón y nuestra alma. No, no es una experiencia agradable jugar a ‘Silent Hill’.
Siempre he pensado que el terror psicológico es el peor (y por tanto el mejor) de los terrores, puede ser un quimérico inquilino que observa sedado por su propio subconsciente el lento ascender y descender de una pelota encuadrada por la ventana de su cuarto, pelota que, poco a poco y en su rítmico movimiento, se transforma en una cabeza femenina mientras no dejan de sonar en el patio interior las risas de los niños. Puede ser igualmente un refrán escrito a máquina hasta el infinito, un deambular azaroso en triciclo por pasillos enmoquetados, una habitación (esta vez la 237) cuya puerta esconde de nuevo un terrible secreto.
El comienzo del juego ‘Silent Hill 2’ nos ponía al borde de un camino solitario en una noche cerrada. Habíamos recibido recientemente una carta de nuestra esposa que nos citaba en aquel idílico lugar en el que pasamos aquellas maravillosas vacaciones. Pero María había muerto tres años atrás.
Ese arranque nos obliga a caminar durante interminables minutos en una acción que consiste únicamente en avanzar y avanzar. Una escena que no tendría sentido en una película de terror al uso por su absoluta falta de ritmo, adquiere sin embargo en el juego una fuerza definitoria. Estamos allí, en ese entorno agreste, caminando en la oscuridad dejando atrás el coche, la carretera, la seguridad de la civilización, la tranquilidad de lo conocido. Llega un momento en el que sabemos que no nos vamos a volver sobre nuestros pasos, el cordón umbilical que nos unía a nuestra vida cotidiana ha quedado atrás, y es entonces cuando lo vemos, un cartel enorme que empieza a perfilarse entre la niebla y que reza ‘Bienvenidos a Silent Hill’.
En el cine y en los videojuegos hay multitud de cuentos de terror arquetípicos con sus adolescentes de libido incontrolable, todo tipo de monstruos y asesinos implacables y cantidades industriales de sustos de esos de los de toda la vida. También están esas historias que se abastecen de los rincones remotos de nuestra mente. En unas y otras hay puertas cerradas, en el cine vemos cómo las abren, en los videojuegos las abrimos nosotros, unas dan a habitaciones en las que el cuchillo brillará justo antes de arrancarnos un grito, otras conducen al centro justo de nuestro cerebro. Sí, la diferencia entre los videojuegos y el cine de terror puede resumirse en quién abre la puerta pero, al fin y al cabo, que nos marque o no la experiencia consiste básicamente en lo que nos encontremos al otro lado.
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