'La monja II', el desgaste del terror y las pelotas saltarinas: cómo la película revela sus cartas demasiado pronto con un cliché arraigado en el género durante casi 100 años

'La monja II', el desgaste del terror y las pelotas saltarinas: cómo la película revela sus cartas demasiado pronto con un cliché arraigado en el género durante casi 100 años

A pesar de que nuestra mente nos lleve directamente a 'Al final de la escalera', tenemos que viajar mucho más atrás en el tiempo para ver la primera pelota del terror

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La peor característica que, con el tiempo, desarrolla irremediablemente el fiel aficionado al cine de terror es quedar curado de espanto. Salvo casos excepcionales en los que un largometraje se las apaña para cogerte con la guardia baja, ya sea innovando en forma o lenguaje, mediante su narrativa, o con una vuelta de tuerca a lo establecido, la tónica general con las grandes producciones de estudio es encontrarse con el reciclaje eterno de recursos vistos ad nauseam.

En lo que a un servidor respecta, este ha sido el principal impedimento para que llegase a disfrutar de una 'La monja II' cuya impoluta ejecución queda enterrada bajo un relato tan plano como su protagonista y con un tercer acto de esos de llevarse las manos a la cabeza y, especialmente, bajo un amasijo de clichés que construyen unas setpieces al servicio del simple y llano jumpscare.

A pesar de lo prometedor de la secuencia introductoria de la película, que en cómputo global funciona como un perfecto aperitivo de lo que está por venir, esta contiene una breve escena que me hizo arquear una ceja y temer otro refrito de los grandes éxitos de la historia del género confeccionado bajo el ostentoso manto de un gran estudio. ¿Qué despertó la sospecha? Nada menos que una pelota y un umbral oscuro.

Bota, bota mi pelota

Un niño juega con su balón en una lóbrega estancia —en este caso el sótano de una iglesia— vagamente iluminada. Al otro lado de la habitación, una puerta abierta cuyo marco es la transición a la oscuridad más pura. Involuntariamente, el niño manda el balón al otro lado del umbral, siendo devuelto a su dueño por una entidad misteriosa que acecha oculta entre las sombras. Os suena, ¿verdad?

No es la primera, ni seguramente sea la última vez que terror y pelotas se unen para intentar poner los pelos de punta al respetable; de hecho, el propio Warrenverso ya tuvo su primera ración de esferas saltarinas en la primera 'The Conjuring'. Pero ¿hasta dónde debemos remontarnos para encontrar la que se considera como primera muestra de esto en un largometraje?

Puede que pensar en bolas —ya no digamos si las unimos a escaleras— nos invite a pensar automáticamente en la extraordinaria 'Al final de la escalera' ('The Changeling') que estrenó Peter Medak en 1980 y que se las hizo pasar canutas a un George C. Scott especialmente inspirado con su historia de fantasmas ambientado en un caserón de Seattle. No obstante, aún tenemos que retroceder mucho más.

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Concretamente, tenemos que viajar hasta 1930. Por aquél entonces, Roland West estrenó 'The Bat Whispers (El murciélago susurra)', en la que el director versionó su propia 'The Bat' (1926). En la cinta, basada en la obra de teatro de Avery Hopwood y Mary Roberts Rinehart, un misterioso criminal huido de la policía se refugia en una tenebrosa mansión, en la que hará la vida imposible a sus habitantes.

Entre los muchos momentos que quedarían arraigados dentro de los mecanismos propios del thriller y el cine de terror, destaca precisamente el protagonizado por una esfera que desciende misteriosamente por las escaleras del edificio hasta detenerse frente a dos de sus inquilinos. Una postal tremendamente reconocible hoy día que, manejada con la suficiente habilidad en la actualidad, puede llegar a disimular sus más de 90 años de historia.

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