Leo en cierto diario global que la galería Catherine Houard de París va a dedicarle un homenaje a una de las figuras más importantes de la industria audiovisual norteamericana en el último tercio del siglo XX. No famoso quizás a un nivel mediático, pero sí determinante en todo lo que tiene que ver de dar un empuje formal y logístico a su disciplina. Hablamos, claro, de uno de los más reputados directores artísticos y diseñadores de producción, maestro de cientos de profesionales que surgieron después que él (muy pocos de los cuales han demostrado su talento, humildad y rigor), detentador de un estilo tan reconocible como la puesta en escena de un director o la caracterización de un actor célebre, el ya legendario (y casi octogenario) Dean Tavoularis. Así, además de dar la noticia, podemos hacer un somero repaso a su trayectoria.
Qué pena no poder estar en París antes del 21 de mayo (quizá alguno de nuestros lectores sí tenga la oportunidad, o resida en París y pueda contárnoslo con detalle), pero al menos podemos, siempre, disfrutar de las películas a las que aportó su talento. Otros grandes diseñadores de producción, como Dante Ferreti, Eugenio Caballero, Stuart Craig o Peter Lamont, no me parece que hayan dejado una huella tan profunda en sus trabajos (por muy brillantes que sean algunos de ellos), y en gran parte creo que le deben mucho a Tavoularis en la creación de espacios y atmósferas, en la elaboración de ambientes anímicos de gran profundidad, en lo que significan sus películas de desarrollo del trabajo conjunto entre operador de fotografía y escenógrafo, una suerte de revolución que durante los años setenta dio un empujón decisivo para que el diseño de producción fuera algo más que un escenario eficaz. Para que fuera un concepto tan importante como la luz.
Una cosa está más que clara: Francis Ford Coppola sabe rodearse de los mejores. En el sonido y el montaje con gente como Walter Murch. En la fotografía con otros como Gordon Willis, John Toll, Vittorio Storaro, Michael Ballhaus. Y en el diseño de producción con visionarios como Eiko Ishioka y genios como Dean Tavoularis, que ha sido la piedra catedralicia de sus producciones más importantes. La unión de ambos es tan importante y apasionante como la de Jack Fisk y Terrence Malick. Pero Tavoularis no empezó con él. Su primer trabajo fue para Arthur Penn en la esencial ‘Bonnie y Clyde’ (‘Bonnie and Clyde’, 1967). Y ante el éxito de su colaboración, repitió con Penn en ‘Pequeño gran hombre’ (‘Little Big Man’, 1970). Pero su encuentro con Coppola es parecido al encuentro de este con Pacino.
De ascendencia griega (su nombre en griego es Ντιν Ταβουλάρης), sus padres emigraron a Estados Unidos y pudieron darle una buena educación. Estudió arquitectura y pintura en importantes escuelas de arte, pero había crecido y vivido su adolescencia muy cerca de los estudios de Hollywood. Destacó tanto que logró un trabajo en la factoría Disney, lugar en el que aprendió a dibujar los mejores story-boards. Según él, aquellos años en Disney fueron decisivos, ya que aprendió más que en ninguna otra parte. De hecho, a pesar de que es el jefe del departamento de diseño, él mismo se encarga de dibujar los story-boards de todas sus películas, y de preparar las láminas con los diseños. Durante el duro rodaje de ‘El padrino’ (‘The Godfather’, 1972), una producción bastante más modesta de lo que parece, Tavoularis tuvo que romperse la cabeza para crear los interiores más creíbles que se recuerdan, a pesar de que la mayoría de ellos eran plató (los despachos, habitaciones, el hospital…). El resultado fue asombroso: una continuidad de espacios y de tiempo a pesar de que muchos interiores no tenían nada que ver con los exteriores.
Coppola supo que había dado con alguien realmente fenomenal, y Tavoularis se puso a trabajar casi en exclusividad para él, con excepciones como ‘Adiós, muñeca’ (‘Farewell, My Lovely’, Dick Richards, 1975), sobre el original de Raymond Chandler, que sabía diferenciarse, en su ambiente de cine negro, del “estilo Corleone”. Para ‘El padrino, parte II’ (‘The Godfather, part II’, 1974), tuvo que recrear la Sicilia de principios de siglo, y establecer dos líneas temporales en Nueva York, la de los años veinte, con una Little Italy sensacional, y la de los años cincuenta, además de conseguir que República Dominicana pareciera la Cuba precastrista. Fue su primera nominación de cinco, y la única vez que ha ganado el Oscar. Pero no fue su última gran hazaña. Para ‘Apocalypse Now’ (id, 1979) creó una infernal selva vietnamita, pero en Filipinas, y construyó el increíble complejo de la secta de Kurtz basándose en el palacio de Angkor Wat. En ‘Corazonada’ (‘One From the Heart’, 1982) recreó las calles más famosas de Las Vegas, así como su aeropuerto y las afueras, completamente en estudio.
En los años ochenta trabajó casi siempre para Coppola, en todas sus películas. En los años noventa sus proyectos fueron menos interesantes, con colaboraciones con Phil Joanu en ‘Análisis final’ (‘Final Analysis’, 1992), para Philip Kaufman en ‘Sol naciente’ (‘Rising Sun’, 1993), con Warren Beatty en ‘Bullworth’ (id, 1998). Pero la cada vez menos prolífica carrera de Coppola repercutió también su obra, y no hubo grandes proyectos en los que trabajar. La última película para su amigo fue ‘Jack’ (id, 1996), pero pudo hacer el inteligentísimo diseño de producción de ‘La novena puerta’ (‘The Ninth Gate’, Roman Polanski, 1999). Inactivo desde 2001, ha vuelto a la brega de un rodaje con la última película de Polanski, titulada originalmente ‘God of Carnage’, y sobre cuyo final de rodaje en París ya habló hace un tiempo Juan Luis en Blogdecine.
A su edad, tiene poco ya que demostrar a nadie, aunque esperamos que homenajes como el que se le dedica ahora a este mago, no sea uno de esos que celebran el fin de una carrera. Con todo, a sus casi ochenta años, Tavoularis puede quedarse tranquilo de haber cambiado para siempre su profesión, inspirando a muchos colegas suyos a crear universos cerrados en sí mismos, proyección de los demonios interiores de personajes tan atormentados como Michael Corleone o el “loco” Kurtz.
Vía | El País