Si dijese que, con su muerte el cine ha perdido a una de sus personalidades más relevantes, muchos se sorprenderían. Si dijese que Dede Allen ha sido una de las grandes responsables en convertir la narración cinematográfica en lo que es hoy en día, muchos dirían que estoy exagerando. En realidad, casi todos dirían «¿Dede qué?». Sin embargo, las aportaciones de esta montadora a la historia del cine no tiene nada que envidiar a las de otros grandes de oficios cinematográficos más reconocidos.
Cuando en la crítica se habla de montaje cinematográfico, habitualmente se tiende a hablar de las grandes teorías ideadas por los directores – gigantes como Griffith, Eisenstein, Godard... – y ejecutadas por figuras anónimas en las salas de corte. Sin embargo, muchas veces son opciones no tan radicales, o no previstas de antemano a la hora de rodar, las que logran que el montaje de una película logre influir en el espectador de formas más sutiles que, por ejemplo, el final de ‘Intolerancia’.
Dede Allen fue la primera montadora en lograr un crédito separado para su profesión. ¿El motivo? Su trabajo en ‘Bonnie y Clyde’, de Arthur Penn en 1967. En este clip del final de la película – que se puede ver a continuación– se comprende lo rompedor de su trabajo. Quizá debería avisar de spoilers, pero… ¿hay alguien que no haya visto cómo acaba?
Uno de los méritos de Allen fue aplicar a un cine mayoritario teorías radicales sobre la narración que, en gran parte de los casos, creaban distanciamiento en el espectador. Su trabajo en ‘Bonnie y Clyde’, así como su gran labor en la magistral ‘El buscavidas’ (‘The Hustler’, 1961), de Robert Rossen, beben de la gran revolución que, desde la Nouvelle Vague, se venía desarrollando en Europa. La montadora supo interiorizar todas esas «revoluciones», convirtiéndolas —a veces, gracias a sutiles detalles – en algo que pudiese ser asimilado por el conjunto de la sociedad y que, así, formase parte de la cultura colectiva.
En sus colaboraciones con Arthur Penn, Dede Allen cambió la forma de montar en Hollywood. Las escenas podían arrancar sin definir bien la ubicación, en planos cortos, recurriendo al montaje discontinuo —jump cuts— y, sobre todo, al cambio de plano en los sitios menos predecibles. Uno de sus mejores trabajos, ‘Tarde de perros’ (‘Dog Day Afternoon’, 1975), de Sydney Lumet, ponían en práctica hasta el paroxismo lo que se denominó shock cutting —montaje desconcertante—: cada corte entraba antes o después de lo previsto y, normalmente, en el ángulo de cámara y tamaño de plano más inesperado.
No se suele aplaudir hoy en día a ‘Tarde de perros’ por su rompedor montaje: antes bien, se ve como una gran película con una densa atmósfera en la que Pacino da todo un recital de interpretación. Y lo es. Pero, si ya nadie se para a admirar el trabajo de Dede Allen es porque su influencia resultó tan brutal en el cine norteamericano que ninguna película posterior a ‘Bonnie y Clyde’ ha podido sustraerse a su lección: lo planteado en la película de Lumet se ha asimilado y normalizado al 100%.
«Dede intentaba crear un ritmo que tuviese la complejidad de la mejor música», decía Arthur Penn. Con sus acelerados, sus cámaras lentas, sus cortes impredecibles… lo logró. Y el cine dejó de ser el mismo. Dede no se dedicó a escribir libros, como otros personajes del cine, pero habrá podido mirar el cine posterior a su ‘Bonnie y Clyde’ y decir «Ahí queda eso». Y, si no, me gustaría decirlo por ella.