Durante muchos años el irrepetible director danés (para algunos, uno de los cuatro o cinco directores más profundos, enigmáticos y colosales de la entera historia del cine) Carl Theodor Dreyer, coqueteó con la ida de un gran filme sobre la vida de Jesucristo, que finalmente nunca llevó a cabo. Qué duda cabe que el director de la grandiosa ‘Ordet’, quizá la cumbre del cine sobre la fé, podría haber formalizado la película definitiva sobre una de las figuras más míticas de la historia del hombre. Sólo se me ocurre, así a bote pronto, que o él o Andrei Tarkovski (Ingmar Bergman, un artista tan obsesionado con la religión, pienso que podría haber logrado un gran film sobre el anticristo, por contra) eran los únicos que podrían haber conseguido lo que nadie hasta ahora ha logrado. Con la excepción del gran Pasolini, aunque luego hablaremos de su aportación
Y es que podríamos recapacitar sobre la no muy extensa filmografía acerca de esta figura, a medio camino entre histórica y mitológica, siempre polémica, cuya leyenda excede con mucho a su relativizada existencia, si es que tuvo lugar tal existencia. Muertos aquellos grandes directores nombrados, no se me ocurre ahora mismo a ningún cineasta capaz de acometer una empresa tan compleja. Y no es que todos los que anteriormente lo intentaron fracasaran miserablemente, nada de eso. Pero me parece indudable que ni uno solo se acercó algo al misterio de aquel gran hombre. ¿Puede el cine realmente capturar su carácter, ese que ha generado ríos de tinta en literatura?
Ahora mismo la más famosa película sobre Jesucristo, la que muchos consideran la mejor, la más verdadera y plausible, es la película de Mel Gibson, por supuesto, aquel exitazo que gozó de una de esas campañas de promoción maquiavélicas, con aquellas manifestaciones de los judíos en Estados Unidos, que protestaban alegando que ellos no eran los culpables, y que la película les culpaba de todo, porqueque seguramente fueron los instigadores. Pero todo eso sirvió para sobredimensionar una película fallida en la mayoría de sus propuestas, y que no se merece gozar del apelativo de “película definitiva sobre Jesús”, ni muchísimo menos. Gibson tenía la intención de lograrlo, con esa visión fervorosa de su ídolo que, sin embargo, lo desdibujaba tanto.
El principal problema de esa famosa ‘The Passion of the Christ’ (que se traduciría como ‘La pasión del Cristo’, no como ‘La pasión de Cristo’, torpes señores traductores…) es su terrible falta de ritmo. Es decir, de tratamiento del tiempo interno de los planos. No hay por donde coger un artefacto tan amorfo, carente de la menor fuerza expresiva, más allá de la truculenta colección de barbaridades aplicadas al cuerpo del Rabí, que tanto daño hicieron al ánimo de los espectadores, y que tanto avivó, al mismo tiempo, su morbo por ver la película. Y es que Gibson, en su reaccionaria, abyecta decisión de convertir el dolor físico no en camino de aprendizaje (como hace el gran arte) sino en objeto último de su película (el dolor por el dolor), lo que logra es destruir su objetivo, pues la razón por la que la gente se acercó al cine a verla fue por razones que nada tenían que ver con motivos estéticos o espirituales.
Tampoco puede defenderse una correcta documentación histórica, esa que tanto arguyeron sus defensores. Está probado que no clavaron al Rabí al travesaño a través de las palmas de sus manos (que no habrían resistido el peso en la crucifixión, y se desgarrarían…) sino en las muñecas. Tampoco cargó con la cruz entera, pues en las crucifixiones de la época está documentado que sólo portaban el travesaño (tal como explican en textos apócrifos y no apócrifos…). Y varios errores y desajustes más que no detallaremos. Pero lo más grave es que en ningún momento nos acercamos al misterio de este hombre inabarcable. Los episodios de la discusión sobre las sillas para la mesa, o el de la salvación de Maria Magdalena (una prostituta que los textos sacros quieren hacer pasar, absurdamente, por “mujer adúltera”), filmado como si de un videoclip de Madonna se tratase.
Los diálogos de Jesús, que deberían ser fundamentales para ofrecer un perfil, o al menos estudiarlo, están tratados con indiferencia, sin el menor encanto y fascinación, sino desde una vergonzante posición de beato venerador que no entiende aquello que escucha. El esfuerzo físico de Jim Caviezel, por tanto, se pierde en la nada. En comparación, la breve y hermosa aparición (para mí, la más bella secuencia de aquella película) de Jesús, cuando le ofrece agua a Charlton Heston en la irregular ‘Ben-Hur’, resulta mucho más inquietante y hermoso. Y eso que nunca se le ve el rostro y el momento dura poquísimo, pero ahí tenemos la sensación (en la mirada de Heston y en la del oficial romano que se queda petrificado) de que “algo” nos acercamos al mito. Algo. Parece mentira que dos minutos de película puedan valer más que ciento veinte.
Y es que la obviedad no suele funcionar cuando se trata de hechos históricos, sobre todo tan ambiguos como estos. Lo que suele funcionar mucho mejor es la distancia, por ejemplo la distancia paródica. En este caso tenemos el paradigma paródico con la sensacional ‘La vida de Brian’, de los ínclitos Monty Python, un largometraje que suscitó las iras del Vaticano, secta de los bienpensantes y bienintencionados que quiso boicotear esta sátira arrolladora, desternillante, por muy sorprendente que pueda parecernos tantos años después. No dejan títere con cabeza los cómicos británicos, pero su acidez es inocua, no pretendía ofender, y en su parodia parecen al mismo tiempo homenajear cierto tipo de cine sobre la fé.
En ella, contando una vida paralela a la de Cristo, la del pringao Brian, consiguen mucho más que en la de Gibson, o incluso que en la académica y epidérmica ‘King of Kings’ (del siempre intenso Nicholas Ray), porque a lo mejor la vida de Cristo, o su pasión, no pueden contarse sino por omisión, por fuera de campo, alejándose del siempre farragoso mito para tomar perspectiva y ofrecer una visión nueva, revitalizadora, dramática en definitiva. Siento mucho más reales, más verdaderos, cualquiera de los desvergonzados gags de aquella sátira que los diálogos engolados y los planos estáticos de la película de Ray, por mucho que el bueno (y apuesto) de Jeffrey Hunter se dejara los cuernos en el intento. Pienso que Jesús se merece algo más que una presentación, un nudo y un desenlace. Mucho más. Para empezar más coraje.
Ahora bien, tampoco me vuelve loco el Cristo de Pasolini, por mucho que admire a ese director y a su ‘El evangelio según San Mateo’. Y no veo a un Cristo suficientemente denso porque la voluntad de esa película, más que lírica o descriptiva, es metafórica, de parábola, tanto social como política. Pasolini, fiel a sí mismo aunque le dedique la película a quien se la dedica, no puede quedarse, lo que le honra, en una simple adaptación del evangelio, sino que por cada poro de las imágenes de su película emana ese ideal poético del mundo que acompañaría a cada acto vital de este artista irrepetible. Le importaba menos Jesús, en definitiva, de lo que necesitaba dejar claro el paralelismo entre aquel sinsentido y el del mundo actual. Era una fuga, más que una vivencia. Un exilio espiritual. Algo parecido sucede con la estupenda ‘La última tentación de Cristo’, en la que tenemos a un Cristo que es otro Cristo, uno que quizá pudo haber existido. Scorsese se alejó de todos los tópicos, y le hizo un ser humano a ratos despreciable. Pero así es el gran Scorsese, siempre buscando la espiritualidad en el fango.
Sin embargo creo que ‘Jesuschrist Superstar’, con sus tremendas limitaciones, sí que tiene momentos conmovedores, como corresponde, creo yo, al relato de la vida y muerte de Jesús. La pena es que esté dirigida por un hombre con tan escasa imaginación visual como Norman Jewison, que se limitó a dotar de una insípida y absurda puesta en escena a la genial música de Andrew Lloyd Webber. Basta escuchar los impresionantes acordes de la apertura, acompañados de las torpes imágenes de Jewison (¿cómo se le ocurre, con esa música dinámica, pegar unos planos tan prosaicos, tan carentes de dinamismo?) para hacerse una idea de lo que va a ser el conjunto. El tono naif es casi insoportable, pero lo cierto es que hay momentos de gran fuerza y viveza, como el episodio del ungüento. Todos ellos tienen como protagonista al extraordinario Carl Anderson, que interpretaba a Judas, un intérprete con gran voz, que cada vez que aparecía lograba con su sola presencia elevar la energía en pantalla.
Escribo todo esto porque pienso que esta es, realmente, “la más grande historia jamás contada”, a la que han hecho justicia grandes pintores, y grandes músicos como J.S. Bach, pero que con sinceridad creo no han conocido émulos en la cinematografía, al menos a esa altura. Y es la historia más grande jamás contada, porque desconozco, como todos, excepto los fanáticos o los privilegiados, cuanto de verdad hay en ella, o mejor dicho, cuánto de realidad. Puede haber tenido lugar, o puede ser pura invención, pero sea como sea, ni el Shakespeare, ni el Lope, ni el Cervantes más inspirado podría haber construido una historia como esta. Su fuerza, su dramatismo, no tienen parangón en la entera historia de la literatura. Así de sencillo. Esa última cena con sus discípulos, tan manipulada por la historia; esa elección de sus guardaespaldas (pues eso creo que eran los apóstoles, ya que iban armados con espadas…) tan errada, pues uno lo negó, otro le vendió y otro no le creyó; esa salvación del apedreamiento cobarde de la prostituta María Magdalena, con la que según algunos aseguran llegó a casarse y tener hijos.
Y por supuesto esa traición de Judas, quien le delató con un beso por unos pocos dineros; esa sanación, para muchos apócrifa, de la oreja cercenada del soldado; la breve entrevista con Pilatos, quien sí le creyó honrado; el cruel juicio con los fariseos, que le humillaron; la posterior tortura, que le destrozó el cuerpo; las vejaciones de los soldados, el encuentro con Simón, el controvertido “eclipse” final…Todo ello, claro está, tratado con una mirada única, distinta, inocente, podría dar lugar a algo muy especial, que de momento creo que no tenemos. Además, esta historia permite múltiples puntos de vista. Se puede entender a Judas y a Cristo como dos íntimos amigos que se separan por las formas (y algo de esto se sugiere, sólo se sugiere, en la película de Jewison). Se puede contar la historia de un criminal de estado (que eso es lo que fue), apresado y ajusticiado, cuyas ideas trascendieron su misma persona. Se puede hacer terror, acción, aventura. Comedia también, como se ha demostrado.
Pero claro, para eso haría falta un talento fuera de lo común. Algo…sobrenatural.
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