En la oscuridad de la sala de cine Loew's Capitol de Nueva York, aparece sobre la pantalla una imagen espacial del sol amaneciendo sobre la tierra acompañado del electrizante tema musical 'Así hablaba Zaratustra' de Richard Strauss. El calendario marca el 4 de abril de 1968 y es el estreno mundial de '2001: una odisea del espacio'.
No sé como se me pudo pasar esta fecha tan destacada en mi particular calendario cinéfilo. Ya que el pasado 4 de abril se cumplió 40 años del estreno, y no quería dejar pasar la oportunidad de rememorar esta importante efeméride del maestro Stanley Kubrick.
Y resulta complicado hacerlo cuando esta película ha suscitado tantos ríos de tinta, tantos comentarios, interpretaciones y debates en cuatro décadas de existencia. Pero, quizás, no me supone tanta dificultad por tratarse de una de mis películas de cabecera y, sin duda, una de las que mayor impacto me causó en el primer visionado. Existe tanta literatura acerca de esta película, porque guste más o menos, como espectador hay que reconocerle el valor de tratarse de un hito en la historia del cine. Una cinta que revolucionó el arte cinematográfico y que elevó el género de la ciencia ficción a la misma altura y consideración de otros, como el western, el musical o el drama.
Resulta fascinante analizar y profundizar en las múltiples interpretaciones que se derivan de la película. La casi ausencia de diálogos o una voz en off que faciliten su entendimiento, además de su lentitud narrativa y su carácter experimental, la convierten en una película compleja, que exige del espectador algo más que su mera atención. Pero esta dificultad no está reñida con su enorme capacidad de impacto, de transmitir sensaciones que no dejan indiferente. Resulta toda una experiencia intensa si se ve en las condiciones adecuadas.
También resulta fascinante conocer algo más sobre su dilatado y denso proceso de creación. Y aún más, si tenemos en cuenta que todo se debe a la prodigiosa mente de un genio como Stanley Kubrick y su extremada obsesión por el perfeccionismo que hizo que su producción fuera toda una proeza fílmica.
Kubrick deseaba hacer "la película" de ciencia ficción, estaba fascinado con la recién iniciada carrera espacial, en plena guerra fría, y con la posibilidad de existencia de vida extraterrestre. Por lo que se encontraba en la necesidad de hallar una historia que se adaptara y le sirviera como excusa para llevar a cabo su idea de película. En ese proceso, irrumpió el nombre de Arthur C. Clarke (recientemente fallecido, por cierto). No era precisamente el mejor escritor del género (al menos en cuanto a forma, con una prosa simplona), pero sí gozaba de cierta popularidad y cuando a Stanley se lo recomendaron y tuvieron su primer encuentro en Nueva York, congeniaron de inmediato. Y eso ya era mucho, teniendo en cuenta el carácter egocéntrico de ambos autores.
Además, la elección final del relato 'El Centinela' no era precisamente la mejor, ya que no se trata de un texto brillante, ni mucho menos, aunque sí contenía la premisa básica para contar lo que después sería el guión de la película. Y así se lanzaron a escribir 'Cómo se conquistó el sistema solar', que fue uno de los primeros títulos que se barajaron. Pero, mientras Clarke tenía la idea de realizar una historia de ciencia ficción pura, a Stanley le entusiasmaba más el concepto de un "documental mitológico" con inserciones dramáticas.
Y justo antes de comenzar a escribir la adaptación, el propio Kubrick le propuso a Clarke escribir juntos una novela que sería la base de la película. Ésto fue clave, pues parece que se trataba de una estrategia urdida por el cineasta buscando aprovecharse de Clarke para hacer lo que él realmente buscaba. Y así fue, ya que cuando la película se estaba llevan a cabo, el escritor tenía terminada la novela a espera de los reparos o modificaciones de Kubrick para lanzarla y lograr la popularidad definitiva. Pero Stanley actuó con crueldad y alargó la situación porque no le interesaba que apareciese antes de que se estrenase el film.
'Viaje más allá de las estrellas' fue el título con el que la Metro Goldwin Mayer anunció en 1965 la promoción de la nueva película de Kubrick, que pronto comenzaría a rodarse. Ésta fue la génesis definitiva de la película, luego vendrían varios meses de rodaje con los actores, que nunca supieron muy bien el sentido de lo que interpretaron, y un posterior y dilatado proceso de post producción. En este periodo fue cuando la creación de los efectos especiales se convirtió en un laborioso y extenso trabajo que Kubrick y su equipo, llevaron a cabo con extrema minuciosidad en los estudios de la productora en Londres. La obsesión por lograr un perfeccionismo realista como nunca antes, llevó a Kubrick a contar con científicos de la NASA, para conseguir un resultado que bien mereció la pena.
Clarke, por su parte, reescribió muchas partes de la historia, a petición del director, sobre todo en la parte final, la del viaje interestelar, además de añadir algunas partes con voz en off que intentaban explicar las partes más complejas al espectador. Todo fue eliminado en la sala de montaje, Kubrick no quería caer en lo fácil, además de que, tras un primer y obligado visionado por parte de los directivos de la Metro, necesitaba recortar en unos minutos el metraje final.
Stanley también tuvo que claudicar, aparentemente, con su idea de insertar música pregrabada en la película, temas de música clásica, a lo que la Metro se negó en rotundo. Así llegó el encargo de la composición de una partitura original a Álex North, que trabajó durante dos intensos meses en ella. Para su sorpresa, comprobó en el estreno como no aparecía ni una nota suya. Sin embargo, lo que parecía una excentricidad más del director, supuso una verdadera genialidad y un acierto esencial en el resultado final.
Y es que Kubrick siempre tuvo en mente que la película fuese una experiencia intensamente subjetiva, que llegase al espectador a un nivel más íntimo de conciencia, como hace la música. Según sus propias palabras. Y de ahí, que también resultara una apuesta arriesgada pero finalmente certera, la inclusión de temas del compositor húngaro György Ligeti, cuyas trémulas partituras para voces corales sin palabras, evocaron el misterio del monolito.
Tras ese estreno por todo lo alto en Nueva York el 4 de abril de 1968, las críticas no tardaron en calificarla negativamente, aunque conforme fue acaparando atención y acumulando espectadores, muchos críticos fueron suavizando su concepción pesimista, para empezar a valorar ciertos elementos incontestables de la cinta. La verdad es que, después de algunos meses de exhibición, la Metro recaudó una importante cantidad que justificaba el exceso y las exigencias del director, a la par que se fue considerando una película muy importante dentro del género. En la actualidad no se puede obviar que se trata de una de las más grandes películas de la historia. Hoy la volveré a ver para rememorar este 40 aniversario.
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