En torno a la reciente polémica del Festival de Venecia con la inclusión de Roman Polanski en la sección oficial del certamen, la presidenta del jurado, Lucrecia Martel, afirmó que no asistiría a la proyección de 'El oficial y el espía', la última cinta del director. La cineasta argentina, eso sí, señaló que es "acertado" que la película esté en el festival, "que haya diálogo y se debatan estos asuntos".
De hecho, en una reciente entrevista, Martel reflexionaba acerca de la polémica: "La presencia de esa película y de Polanski es muy buena para que pensemos en esa relación entre el hombre y la obra (...). Yo creo que este tipo es complejo, ha hecho grandes reflexiones sobre la humanidad y ha hecho cosas terribles. Entonces, separar la obra del hombre sería condenar o la obra o al hombre. En cambio, si lo asumimos como la complejidad humana es mucho más interesante para pensar".
Parece más que procedente, entonces, la reflexión sobre uno de los directores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Un director marcado por su compleja historia personal, con escabrosos eventos como su convulsa infancia durante la Segunda Guerra Mundial -reflejada de soslayo en 'El pianista' y 'Oliver Twist'-, el asesinato de su esposa, Sharon Tate a manos de la Familia Manson - parte esencial 'Érase una vez en... Hollywood'- o la acusación de violación a Samantha Geimer en 1977, cuando ésta tenía sólo 13 años, crimen por el que el director aún no ha respondido ante la justicia estadounidense, de la que sigue siendo prófugo.
De la filmografía del realizador, hay quizá un fragmento de especial interés, ya que retrata no sólo sus obsesiones, sino también su convulsa relación con las mujeres o su excéntrica paranoia. Es la conocida como "Trilogía de los apartamentos", que, a través de tres películas independientes más allá del espacio en el que tienen lugar, desarrollan una claustrofóbica reflexión acerca de la pérdida de seguridad del espacio contemporáneo por excelencia, en tres de las grandes urbes contemporáneas: Londres, Nueva York y París.
Rodeadas de un aura oscura e impregnada de los temores más profundos del director, 'Repulsión', 'La semilla del diablo' y 'El quimérico inquilino' exploran a través de sus historias algunos de los conflictos clásicos de la historia de la literatura y, por extensión, el cine: el ser humano contra la sociedad, el ser humano contra entidades que superan su entendimiento, y el ser humano contra sí mismo.
'Repulsión': claustrofóbico encierro por la repugnancia sexual
Después de debutar en largometraje con 'El cuchillo en el agua', Polanski escribió junto a su amigo Gérard Brach una película con la que quería financiar 'Callejón sin salida'. El resultado de este barato apaño, 'Repulsión', apenas costó 300.000 dólares, y terminó ganando el León de Oro en el Festival de Berlín, convirtiéndose en una de las películas más celebradas del director.
La cinta, carta de presentación de una joven Catherine Deneuve, se centra en Carol, una mujer que vive en Londres con su hermana y que a duras penas aguanta al amante de ésta. La continua exposición a lo sexual, tanto por las continuas miradas masculinas que la protagonista recibe como por los gritos de placer que la joven escucha cada noche, la hacen encerrarse más y más en sí misma.
En una explícita escena en la que Polanski decidió omitir los gritos de terror de Carol mientras mostraba su horror, la joven es violada. Y es ésta la truculenta secuencia que motiva al personaje de Deneuve al total aislamiento, condenándola al silencio y la repugnancia de un espacio que nunca más sentirá seguro.
Una elección argumental que podría indicar cierto aspecto de denuncia en el controvertido y ácido cine de Polanski que, por contra, aquí sólo es el arranque de los miedos más primitivos del director. El miedo de un hogar que se pudre y que atrapa con sus propias manos a los que habitan este espacio, el miedo a repetir los traumas que lleva a la protagonista a los atroces actos que perpetra.
Porque la violación no es el tema central de 'Repulsión', sino el detonante de los temores de Carol, el primer movimiento de los engranajes del horror. La inclusión de esta controvertida escena, si bien podría entenderse como un posicionamiento moral -como sí lo es en 'Irreversible'-, es sólo el prolegómeno que permite a Polanski desatar sus verdaderos intereses: la pérdida de toda seguridad del individuo contemporáneo y la denuncia ante la hipocresía de un mundo que, al igual que un grupo de vecinos, se reúne alrededor de eventos escabrosos, escandalizados pero incapaces de apartar la vista.
'La semilla del diablo': Satán en tu cocina
La segunda parte de esta trilogía es, probablemente, la más conocida de las tres películas, así como uno de los grandes clásicos del cine de terror. 'La semilla del diablo', si bien alejada argumentalmente de las explícitas pulsiones eróticas de 'Repulsión', es la siniestra confirmación de los temores de Polanski: el terror invade el hogar, pero también infecta a nuestros seres queridos, a las personas que más cerca tenemos.
Aunque la terrible traducción del título al castellano estropea el giro final de la cinta, no enturbia la contemplación de esta ruptura del orden cotidiano. En este caso, la desvalida protagonista a la que encarnó Mia Farrow, Rosemary, sufre un delirio persecutorio después de mudarse a un bloque neoyorquino en el que unos amables vecinos comenzarán a actuar de formas extrañas, algo que también ocurre con su marido, un actor que se esfuerza por triunfar pero sólo ha realizado algunos papeles de teatro y varios anuncios para televisión.
Además de los llamativos diálogos que protagoniza John Cassavettes, en los que es fácil leer entre líneas las dificultades que tuvo para sacar adelante sus fundamentales proyectos como director dado el corte radical de los mismos en un interesante juego de espejos entre ficción y realidad, 'La semilla del diablo' lleva al siguiente nivel la preocupación iniciada en 'Repulsión'. La violación sigue presente como detonante, pero esta vez como un ritual sodomita que poco tiene que ver con la sufrida por Carol, completamente aleatoria y ajena a la cotidianidad.
El cariz sobrenatural del terror de Polanski del que beben cintas como 'Hereditary' aporta una nueva dimensión al detonante del horror. De nuevo, el acto deleznable comandado por fuerzas incomprensibles para el ser humano es el hecho sobre el que pivota la acción, el desencadenante de la paranoia de la protagonista donde, más que nunca, las habladurías, siseos y cuchicheos alimentan sus fantasmas y temores.
'El quimérico inquilino': la grieta de Polanski
Bien es cierto que, en comparación a las dos entregas anteriores de esta trilogía apócrifa, 'El quimérico inquilino' parece considerablemente lejos de las ideas que pululan en ‘Repulsión’ o 'La semilla del diablo. Para empezar, el protagonismo recae en Trelkovsky, un ciudadano parisino de origen polaco al que interpreta el propio director, algo que condiciona el espíritu de la película hacia una paranoia que sería fácil interpretar como autobiográfica.
Sin embargo, el delirio persecutorio que el joven sufre hace que la cinta coquetee, al igual que en 'La semilla del diablo', de forma continua con la ruptura del orden y la cotidianidad. El hecho escabroso que desencadena el delirio es, de nuevo, protagonizado por una mujer que, en esta ocasión, intenta suicidarse tirándose por una ventana, sin violencia aparente pero, tal y como terminará pensando un trastocado Trelkovsky, condicionada por miradas acusadoras y cuchicheos que la llevan a la decisión fatal.
Mientras que en 'Repulsión' el aspecto sórdido y oscuro de la película nace de un terrible hecho inesperado y en 'La semilla del diablo' deviene de infectos devotos de fuerzas oscuras, en 'El quimérico inquilino' surge de la relación del protagonista con su entorno y, en especial, con su identidad.
En este entramado opuesto a 'La ventana indiscreta', donde el voyeur se convierte en un supuesto y delirante observado, Polanski construye un arco de personaje que comienza agrietado y se rompe con el roce de sus nuevos vecinos en un ejercicio en el que la feminidad representa, al mismo tiempo, debilidad y objeto de deseo.
Este estudio de la paranoia es el que tiene menor incidencia de los espacios internos de las tres películas. Eso sí, la ventana como filtro de la mirada al exterior se convierte en un elemento seminal en 'El quimérico inquilino', que debe a los avistamientos tras los cristales del apartamento de su protagonista toda la construcción de una espiral en descenso en la que el yo se difumina y desaparece ante supuestos susurros que guían al Trelkovsky a la locura definitiva.
El espacio cotidiano ya no es seguro, ni tampoco lo es el entorno más cercano, pero lo más terrorífico del planteamiento de 'El quimérico inquilino' es que ni siquiera el propio individuo lo es. Las delirantes reflexiones de Roman Polanski conducen a un pesimismo exacerbado que, además, advierte un funesto zeitgeist: no hay espacio de calma en la gran urbe, no hay lugar seguro al que asirse en el presente, no hay forma de protegerse del horror.
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