La hipnótica primera secuencia de 'Lo que arde', tercer largometraje de Oliver Laxe, dirige su relato al terreno del mito mediante una invocación telúrica, un hechizo de dioses antiguos que se desvela humano con la procedencia de su blanquecina luz. Un bosque oscuro lleno de eucaliptos comienza a ser derribado por bulldozers hasta que las máquinas se detienen en un tronco que, a través de un movimiento de grúa en espiral, parece mutar a una imagen de Pasión en un marcado símbolo de adoración religiosa a lo natural.
Esta doble invocación, primero a la imagen sacra, y después a la destrucción de una naturaleza insondable, desvela el comprometido sentido de un film que nace poético y se revela también como denuncia. Una destrucción doble, si tenemos en cuenta las temerarias escenas del incendio del tercer acto del filme, que conforman un poético díptico con la secuencia inicial y que insiste en una tesis sobre el abandono rural y la responsabilidad del hombre en el inevitable y funesto destino de la naturaleza: el humano también destruye a los dioses.
'Lo que arde' tiene aires místicos, de consagración, de purificación a través de un fuego terrible. Una danza candente que reconcilia al olvido rural, al pirómano denostado y la tradición campestre desde una imagen verista y que eleva, definitivamente, a un autor ya consagrado en Cannes en su vuelta a las raíces. En la que es su cinta más inspirada y comprometida, Oliver Laxe se consagra con su ritual de llamas como una de las figuras fundamentales del cine europeo actual.
Su escueta pero provechosa filmografía aúna la contradicción como signo propio con su voluntad de trascender el dualismo. Así encuentran sentido el diálogo entre ficción y no-ficción, entre el anquilosado lenguaje cinematográfico y las posibilidades expresivas y líricas del celuloide, entre el mundo y el espíritu, entre Occidente y el Otro, con lo que las coordenadas de la obra del director gallego nacido en París se sitúan en una frontera que aspira a diluirse para, finalmente, llegar a su definitiva esencia.
'Todos vosotros sois capitanes': la destrucción de la mirada exoticista del Otro
Destacaba Alain Bergala en su libro 'Hipótesis del cine' la importancia del medio así como que su aprendizaje es fundamental para la formación del ser humano. Señala también el teórico y crítico francés que no hay que caer en el error de categorizar los códigos cinematográficos como absolutos universales, que la reducción del audiovisual a mero lenguaje enturbia la imagen candente a la que debe aspirar el séptimo arte. En sus palabras:
"¿Y si habláramos un poco más, en pedagogía, de esa vida que quema o no en los planos de cine, en lugar de hablar siempre de esa gramática de las imágenes y de los grandes temas, que asfixian el cine?"
En esas coordenadas se sitúa la ópera prima de Laxe, 'Todos vosotros sois capitanes', una película que nace de un proyecto integrador y emancipador que fue desarrollado en Dao Byed, un taller de cine que el director realizó en Tánger con niños en riesgo de exclusión. Un proyecto que recuerda rabiosamente a una iniciativa de la Filmmakers’ Cooperative comandada por Jonas Mekas: 'Shoot your way out with a camera', programa para dar material de grabación a jóvenes, principalmente, de la comunidad negra.
De esta manera se confirma la posibilidad de un cine como elemento liberador que permite reflejar diversas realidades, así como los caprichos visuales y expresivos de quienes graban. En esta disquisición se encuentra el debut de Laxe, en la que su álter ego, el director y profesor Oliver, intenta hacer que los niños con los que trabaja sigan sus directrices autorales, de marcada denuncia y cierto cariz exoticista y purista que queda reflejado en el uso del blanco y negro y la película de 16mm.
Sin embargo, esta propia consciencia del individuo ajeno al Otro insertado en una realidad que no es la suya queda reconocida con la desaparición del director -ficcional- de la película. Y, aunque es a partir de entonces cuando el montaje desvela la presencia de una figura que ordena los fragmentos de cinta obtenidos en un taller, la película deja de estar subyugada a las intenciones salvadoras del intruso y se centran, definitivamente, en el día a día de un grupo de niños que descubren las posibilidades poéticas del cine.
El logro de 'Todos vosotros sois capitanes' es, por tanto, doble: primero, la desaparición del elemento foráneo que quiere convertirse en la voz de la alteridad, y segundo, la pedagogía de un cine que no está anclado a la necesidad del relato, tal y como reclamaba Bergala. Pues, aunque durante el metraje los niños insisten en la necesidad de argumento para la película que ruedan, terminan afirmando su voluntad de rodar, sin más, la naturaleza, los animales o la gente.
Los capitanes de Laxe han encontrado, finalmente, el placer estético en la búsqueda de la imagen, de su esencia misma. Y ahí es donde cobran especial importancia las cromáticas secuencias finales del filme, encadenadas en los créditos. Son las escenas rodadas por aquellos niños en busca de libertad las que confirman la voluntad atesorada por Mekas y Bergala, la misma que persigue el director gallego: el poder emancipador de la imagen.
'Mimosas': fe y espiritualidad en un western desértico
Si en 'Todos vosotros sois capitanes' Laxe rechazaba la apropiación del Otro, en 'Mimosas', su segundo largometraje, la alteridad es asumida como identidad propia, a pesar del marcado riesgo exoticista de esta asunción. Y el director gallego encuentra en esta atípica historia de aventuras sobre la espiritualidad y la fe una mezcla que supera barreras y límites y que da como resultado una sentida parábola sobre la creencia y la muerte.
Dividida en tres fragmentos que son, a su vez, tres posturas de rezo, 'Mimosas' relata la travesía de un moribundo sheikh junto a su tribu a través del Atlas marroquí para llegar a una antigua ciudad en la que quiere morir. En un contexto que escapa de cualquier época posible, se incrusta una llamativa figura introducida de forma abrupta para ayudar a los incrédulos caravaneros que continúan cargando con el cadáver y viven una crisis de fe.
Mediante los créditos iniciales, que se suceden en un mural en el que está pintado el Atlas con una pintura desgastada y con fisuras, la cinta ya anticipa un tono de significación espiritual. Estas grietas representan las dudas de aquellos que transitan la montaña, incólume ante el paso humano en una ambientación atmosférica con un paisaje dominador a través de imponentes planos generales que minimizan la presencia de los cuerpos, únicamente, un elemento más del todo que compone la naturaleza.
En esta epopeya épica y trágica de los límites se dan la mano presente y pasado, cuento y leyenda, incredulidad y fe. Y este diálogo se materializa definitivamente durante el último tercio de la cinta, momento en el que esta figura mediadora y promotora de la creencia aparece montada a caballo en dos planos encadenados, cada uno en un tiempo diferente, poniendo ambas realidades en paralelo y acercando estos supuestos irreconciliables.
Así, 'Mimosas' se lanza a la mística durante su último tercio, encontrando en su secuencia final, en la que varios taxis recorren el desierto en silencio bajo "Sinai", canción de la banda de rock psicodélico Om, una involuntaria respuesta a las hastiadas limusinas de 'Holy Motors'. Y es que, frente a los lujosos automóviles dialogantes que concluían la decadencia del cine según Léos Carax, estos taxis en movimiento recuerdan que el cine continúa, que el celuloide es un acto de fe.
'Lo que arde': Oliver Laxe se consagra con una invocación pírica de la Galicia rural
Que los árboles derribados al inicio de 'Lo que arde' sean eucaliptos también tiene otra lectura que se explicita con una conversación entre los protagonistas de la cinta. Amador, un pirómano condenado que vuelve a casa con su madre, Benedicta, en la Galicia rural, admira junto a la anciana en una escena posterior del filme la altura de un gigantesco árbol, precisamente, un eucalipto, al tiempo que señala que para la vegetación, su presencia es nociva.
Algo que, como explica el personaje, se debe a las profundas raíces del árbol, que ocupan todo el terreno que les es posible e impide que otras germinen, lo que convierte al eucalipto en una plaga que hay que extirpar. "Si hacen sufrir, es porque sufren", contesta Benedicta en un alegato que vale no sólo para la naturaleza resituada de forma forzosa, sino también para la reinserción de su propio hijo.
Y es que, aunque nunca se explicita la culpabilidad de Amador, es el único que aparece fumando de forma continuada durante la cinta, señalando su posible responsabilidad sin centrar el foco en ésta. Porque Laxe no pretende señalar culpables, sino rescatar, de la mano de su esforzado director de fotografía, Mauro Herce, las imágenes de una realidad que asola, literalmente, el pulmón de su Galicia natal.
Primero mediante su secuencia inicial y, más tarde, con las estremecedoras escenas del incendio, la cinta se pliega sobre el díptico de sus dos secuencias más líricas, ambas de destrucción observacional y con el mismo yugo ejecutor: el del hombre sobre la naturaleza. Primero para enmendar un parche vendido como solución y después para frenar una tragedia irreparable. En su invocación pírica y su candente valentía, 'Lo que arde' no sólo confirma el compromiso de su autor con la vuelta a sus raíces, sino que declara la barbarie del fuego a través de la imagen.
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