Hay algo en las tres cuerdas del cuadrilátero, en la avidez cruel del público, en los golpes que se cruzan los púgiles, que resuena con una fuerza extraordinaria. Por un lado, está el horror que provoca la violencia del combate: cejas que estallan como aspersores de sangre, golpes que invalidan temporalmente o de por vida, mordiscos, coágulos, cortes, contusiones, fracturas...
Pero por otro lado está una suerte de dignidad primigenia que Clint Eastwood captó como nadie en boca de Morgan Freeman, en ese monólogo inolvidable que abre 'Million Dollar Baby': "El boxeo va sobre el respeto. Retenerlo tú y arrebatárselo al otro tipo".
El ring es una página en blanco para los poetas de lo humano. No es casualidad que cineastas con la fuerza de Eastwood, Stanley Kubrick, Robert Rossen o Martin Scorsese se hayan visto atraídos poderosamente por lo que pasa allí, por el significado oculto tras los muchos golpes cruzados. Por eso los combates cuerpo a cuerpo trascienden de su brutalidad y se transforman en algo inefable, barro en el que se puede moldear casi cualquier historia.
Aprovechando el estreno de 'Creed II', secuela de ese estupendo _spin-off_ de la saga Rocky que firmó Ryan Coogler (responsable de la no menos estupenda 'Black Panther'), repasamos los siete combates que son páginas de oro de la historia del cine. No es un top convencional. Es una mirada profunda a cada uno de estos combates; a lo que está en juego delante y detrás de las cámaras.
Rocky Balboa vs Apollo Creed
A veces, lo extraordinario de un aspecto en una película tapa lo buenos que son los demás. En 'Rocky' todo el mundo se queda con dos cosas: el guion y Stallone. Pero había mucho más.
Algunos hechos son para las efemérides, como que esta es una de las primeras películas de la que emplea la steadicam. La inolvidable secuencia de Rocky subiendo la escalinata del Museo de Arte de Filadelfia se rodó con este ingenio que estabiliza la imagen en marcha. De hecho, la rodó su inventor, Charlie Brown, curiosamente, un oriundo de Filadelfia.
Pero más allá de las curiosidades, lo extraordinario de 'Rocky' y es más invisible percibirlo es su puesta en escena. No destaca precisamente porque sus responsables, el tándem que formaban el director, John G. Alvidsen, y su DP, James Crabe, decidieron opacar su genio por el bien de la película; y muy especialmente de su combate final. Merece la pena verse este breve y sentido homenaje que el primero le dedica al segundo:
El combate final de Rocky, si lo estudiamos en el marco de la historia del cine, es un punto y aparte. Recordemos que estamos en 1976, cuatro años antes de las maravillas psicotrópicas que elaborará Scorsese en 'Toro salvaje'.
Alvidsen desvela en una entrevista de los extras del filme un aspecto clave que ayuda a entender la grandeza y singularidad de esta batalla: "No sabía mucho de películas de boxeo, así que me vi todas las que pude encontrar. Todas. Y me llamó la atención lo ridículos que resultaban siempre los combates. Así que me dije, si estamos haciendo una película sobre un gran combate tiene que parecer real".
¿Cómo logró Alvidsen que pareciera real? Pues nada más y nada menos que inventándose una constante desde entonces en Hollywood: guionizar al milímetro la coreografía. Le pidió a Stallone que se fuera a casa, que escribiera exactamente lo que ocurría en el combate, y que luego volviera al ring con Weathers y repitiera una y otra vez esa coreografía.
Sorprendentemente, la forma de encontrar la naturalidad fue sabiendo exactamente qué iba ocurrir: 32 páginas de libreto en las que Sly detallaba cada golpe, amago y caída. Pero eso solo daba a Alvidsen la mitad de la solución al puzle. La otra mitad era encontrar una puesta en escena que filmara ese combate tan realista sin malograrlo.
Este punto, el hercúleo verismo de su puesta en escena, es algo que suele quedar oculto en los análisis de 'Rocky'. Y queda oculto precisamente por lo bien hecho que está.
Hay dos elementos fundamentales para que funcione como funciona. Uno es las interpretaciones; Stallone y Weathers son capaces de aguantar larguísimas tomas en el papel, repartiéndose estopa en planos generales y logrando que aquello parezca un combate real. Dos es cómo elige cubrir la escena Alvidsen, una planificación casi simétrica a la de Stanley Kubrick en 'El día del combate'. Un par de cámaras generales para los _masters shots_ y luego James Crabe con cámara al hombro, rodeando el ring, buscando la magia.
Pasan más de cuatro minutos antes de que escuchemos las primeras de las notas de la icónica música de Bill Conti. Por extraño que suene, pues en el recuerdo de cualquier cinéfilo está esta melodía como corazón de 'Rocky', la emblemática batalla con Creed sucede, en su mayoría, en un tenso silencio y en planos muy largos.
Además, Alvidsen y Crabe eligen mantener un motivo estético poderoso. Componen los encuadres de tal manera que Creed y Rocky parecen enjaulados por las cuerdas. Y, llevando más allá la metáfora, van achicando el espacio entre ambos y acortando la duración de los planos según avanzamos rounds. La cámara, por así decirlo, asfixia a los púgiles; los obliga a encontrarse.
Alvidsen ha vivido un merecidísimo reconocimiento, tristemente póstumo, con un estupendo documental: 'King of the Underdogs' y con dos _spin-offs_ de sus películas más conocidas ciertamente memorables: la serie 'Cobra Kai' y la saga 'Creed'.
Pero falta estudio y análisis para reconocer las evidentes virtudes de su puesta en escena invisible. Alvidsen estaba sorprendentemente cerca del Alfonso Cuarón de 'Roma', en el sentido de que su cámara parecía ser testigo invisible de hechos reales. Llevaba a la praxis aquello que André Bazin consideraba el summum del séptimo arte: el cine que captura la vida. Y lo hizo, además, sin presunciones de autor, retratando la vida de perdedores de los suburbios.
Ben Chaplin vs Ben Chaplin
Guardamos tan pocas palabras de Robert Rossen, tan exiguos registros de su genio más allá de lo que dijo en los fotogramas... Una larga entrevista (muy buena) con un alumno de la universidad de Wisconsin, Daniel Stein, realizada el 23 de diciembre de 1965, un par de meses antes de la muerte del cineasta. Comentarios aquí y allá sobre lo que pensaba o decía. Pero poco, tan poco...
Rossen, uno de los genios indiscutibles del cine americano, tan enorme como un Ford, un Hawks, vio truncada su carrera por el silencio y, a posterior, la delación. Delató a 57 amigos comunistas para recobrar los pedazos de su carrera. Fue, como Elia Kazan, un genio del hablar sobre la dignidad profundamente indigno.
Su hijo, a posteriori, intentó justificar tal ignominia con el infierno que pasó durante sus dos años de silencio su padre: alcohol, diabetes y el ansia por continuar dirigiendo. Pero lo que ocurrió, ocurrió. Rossen delató. Fue indigno.
Sin embargo, pocos cineastas, si es que hay algún otro, han sabido hablar mejor sobre la dignidad. Antes de su delación, con 'Cuerpo y alma'. Y después de su delación, con la impresionante 'El buscavidas'. Hay una energía en estas dos películas de mantenerse firme y no ceder al poderoso que cortan el aliento. Y la escena que hemos elegido para esta colección es el epítome de ese sentimiento.
Ben Chaplin es un exboxeador que entrena al protagonista del film, Charley Davis, después de que ambos hayan tenido un combate en el ring dramático. A Davis le oculta su pérfido mánager, Roberts, que Ben tenía un coágulo en el cerebro y que se arriesgaba a morir al jugarse el título con él en el cuadrilátero. Davis no lo mata, pero lo deja muy malherido. Ambos encuentran una inesperada amistad que los une como maestro y pupilo.
En esta breve escena, apenas un minuto, Chaplin recibe el último insulto de Roberts. Antes de que el viperino mánager se presente en escena, Ben intenta convencer a Charlie que no se deje guiar por el dinero y que preste batalla en el venidero combate, supuestamente amañado por Roberts para que Charlie pueda retirarse rico y sin honor. Roberts escucha la conversación y despide brutalmente, como un perro callejero, a Chaplin.
Ben enloquece. "No lo puedo aguantar más. No lo puedo aguantar". Y comienza a combatirse a sí mismo en el ring de entrenamiento. La cámara de Rossen es implacable. Un master shot de Ben luchando contra sí mismo y solo un par de insertos de primeros planos de Charlie, sufriendo lo indecible mientras contempla la autodestrucción final de su amigo y maestro. La imagen de sí mismo en el futuro.
La escena culmina con una rotura de primerísimo plano tremenda: el rostro de Ben sudoroso mientras se desgarra la garganta gritando: "¡Soy el campeón!". Se derrumba y muere.
Poco después, en la batalla final, Rossen volverá a usar el recurso del primerísimo plano que rompe la planificación, esta vez de los ojos implacables de Davis cuando decide súbitamente adueñarse de su destino y ganar el combate que había amañado. Es un ejemplo maestro de un cineasta dotado como pocos para extraer el significado humano del primer plano encabalgándose en los puntos culminantes de sus libretos. Rossen, por más indigno que fuera, fue también un genio.
Jake LaMotta vs Sugar Ray VI
Sexto combate de LaMotta y Sugar Ray. LaMotta como campeón del mundo. Sugar Ray como aspirante. Round 13, LaMotta incapaz de dar un solo puñetazo, pero sobre sus pies y provocando con esa mala lengua de italoamericano a su torturador. Lo que pasó a continuación, la lluvia de golpes y de sangre que recibió LaMotta, pasó a conocerse como La Masacre de San Valentín, en referencia a la masacre que los secuaces de Al Capone perpetraron el 14 de febrero de 1929.
¿Cómo filma Martin Scorsese este momento tan atroz? De la única manera que sabe: subrayando tal atrocidad hasta cotas insoportables. Porque es aquí donde debe de explicar la verdadera naturaleza de su retratado, Jake LaMotta: un toro salvaje. Un tipo intratable: misógino, paranoico, violento, fanfarrón, grosero, impredecible. Pero también una fuerza de la naturaleza. Alguien que, sencillamente, se negaba a hincar la rodilla.
Está este filme íntimamente relacionado con el anterior. Scorsese, que sigue a Rossen como un maestro, rodaba en 'Toro salvaje' un fan-fic magistral de 'Cuerpo y alma'; un fan-fic en el sentido que podríamos llamarle fan-fic a 'La Eneida' de Virgilio respecto a 'La Ilíada' de Homero. Lo hará también con la otra gran obra maestra de Rossen, 'El buscavidas', a la que generará una secuela apócrifa con Paul Newman y Tom Cruise también brillante: 'El color del dinero'.
Se dice que Scorsese hizo ver a su _casting_, y especialmente a De Niro, lo que Rossen había hecho. Tiene todo el sentido. Porque 'Toro salvaje', que transcurre en parte en el mismo marco temporal que 'Cuerpo y alma', los 40, era a la vez una refutación y una celebración del cine clásico.
Lo refutaba porque aquí los personajes no estaban filtrados por el ojo eufemístico de Hollywood: aquí los personajes eran groseros, salvajes y brutales; hostiaban a sus mujeres con la misma impudicia que se hostiaban a sí mismos. Pero a la vez es una celebración por el blanco y negro impoluto, por la preocupación por el encuadre, por la épica narrada, por la deificación de sus actores. Scorsese quería negar y amar a Rossen al unísono. Y lo logró.
Scorsese rueda el ring de La Masacre de San Valentín como Francis Ford Coppola rodó Vietnam. Lo hace una experiencia onírica, pesadillesca, en el que se potencia el diseño de sonido con contundentes primeros planos. Lo primero que vemos es una esponja tinta en sangre que intenta limpiar el torso sudoroso y ensangrentado de LaMotta. Estamos ya en los albores del fatídico decimotercer round. Scorsese se recrea en esa esponja. En la mirada ausente de De Niro. Y potencia la sensación de noqueo, de estar sonado, con un sonido del público muy distorsionado.
Hay un pequeño inserto, montado de manera extraña, de uno de los rounds anteriores, donde LaMotta castigó a Sugar Rey con sus duros puñetazos. Y un plano de reacción de Joe Pesci (su hermano en la ficción) y su mujer. Pesci dice: "Al menos aún tiene una oportunidad". Pero este plano miente, porque la escena ya empieza con LaMotta en el taburete esperando el round 13, cuando cualquier oportunidad se ha desvanecido.
Los púgiles se alzan y desde el arranque del asalto, LaMotta recibe una paliza brutal. Queda tambaleante y acorralado contra las cuerdas. Pero se atreve a gritar a Ray: "¡Vamos!". Ray va. Vaya si va. Comienza el Scorsese que nos quiere repugnar. Estallan las cejas. Revientan en un aspersor de sangre donde lo más epatante es el sonido, ese fsssss arterial que acompaña a la imagen y que se funde con el estallido de los flashes de las cámaras. Llueven los puños. Arrecían. Es el diluvio universal. Puños y sangre. Puños y sangre.
Y de pronto Scorsese para la película. Filma a Sugar Ray como al Dios del Antiguo Testamento. Y va deslizando la cámara lentamente, atenuando los gritos de horror del público, hasta su puño enguantado. El puñetazo que viene después es el más brutal, estomagante y repulsivo de todos. La sangre empapa el rostro del público.
Pero aún queda un momento más que cierra la escena y explica a LaMotta. Con los ojos convertidos en dos bolas de dolor, LaMotta le dice a Ray: "Hey, Ray, nunca me noqueaste. No me caí. No me caí". La cámara de Scorsese vuela sobre el ring, sigue una de las cuerdas y se detiene en aquel tramo que aún gotea la sangre de La Motta. La sangre del toro salvaje.
The Ram vs The Ayatollah
Muy pocos cineastas, incluso me atrevería a decir que muy pocos narradores, del medio que fuere, entienden los finales como Darren Aronofsky. Sea el múltiple cruce en paralelo como en 'La fuente de la vida' y 'Réquiem por un sueño', sea la violencia descarnada de 'Madre', o las crónicas de una muerte anunciada de 'Cisne negro' y 'El luchador', en todos sus desenlaces la película explota, se resume a sí misma y alcanza su punto más álgido.
Pero tal vez es precisamente 'El luchador', con una de las elipsis más poderosas de las últimas décadas, la que alcance una catarsis humana más poderosa. Aronofsky nos roba el final. Como su gran rival de generación, Christopher Nolan, hizo en 'Origen', Aronofsky entendió milagrosamente que su película no podía mostrar su última pieza para estar completa.
Toda la construcción de 'El luchador' lleva a ese salto en suspenso, a esa incógnita, que realmente no es incógnita, sobre si a Randy le estalla o no el corazón en su más famoso movimiento, aquel que el cardiólogo dijo que, de repetirlo, le podría costar la vida.
El final de 'El luchador', que es una película concisa, es lo más prolongado de todo el metraje. Comienza con la huida de Cassidy, la stripper que pudiera haber sido tabla de salvación de Randy, en pleno show erótico. Cassidy no puede soportarlo y decide que tiene que ir a por Randy, que tiene que decirle que lo ama para evitar que este se suicide por lo único que le queda en esta vida: el ring y su farándula.
Lo más grande de narrar la historia de alguien abocado a la tragedia es distribuir con maestría esos puntos de fuga que permitirían al personaje huir de su destino. Son los que realmente calan en el espectador, los que le hacen pensar: por favor, di que sí, olvídalo, déjalo ir. En el final de 'El luchador' hay dos, uno externo a Randy y otro interno.
Justo antes de subirse al ring, Randy mantiene una conversación, al borde de las lágrimas, con Cassidy. Esta intenta convencerle de que está ahí para él, que lo deje, que no se juegue su corazón. Randy, desolado, demasiado herido, pero en ningún caso colérico, simplemente, resignado, le dice: "Es el mundo de ahí fuera el que me hace daño". Y sube al ring.
El segundo punto de fuga nace de Randy, justo antes de dar ese último salto, el que cierra la cinta en suspenso. Randy siente lo que está pasando. Ha sufrido un vahído hace apenas segundos y el pinchazo del inminente infarto lo acorrala.
Desesperado, busca en las alturas, en la entrada al backstage, desde donde miraba Cassidy. Pero ya no está. Esta escena resulta aún más desoladora que la anterior, porque Randy en el último momento, justo antes de suicidarse, busca la mano amiga. Y no la encuentra. Así que se sube al poste, el rostro descompuesto por la emoción, toma impulso y salta.
Aronofsky venía de rodar su película más Coppola antes de 'El luchador', la, para mí maravillosa y creo que aún su obra maestra, 'La fuente de la vida'. Él mismo confesó que necesitaba un descanso del cine milimétrico y planificado, una vuelta a la suciedad del cinema verité en la que comenzó, como lo hicieron otros futuros estetas como Nicolas Winding Refn.
Pero también reveló, en una estupenda entrevista a IFC, que los movimientos de cámara en mano de 'El luchador', se "adaptaban a Mickey Rourke, al tipo de actor que es".
Aronofsky dice algo que casi ningún director se atreve a reconocer: "El actor es el poeta. [...] Mickey Rourke está en cada plano de la cinta, así que la película es Mickey Rourke". Pero Aronofsky es el testigo genial, el que sabe cómo sacarle partido a ese andar encorvado de Rourke, el que bebe toda la emoción de ese rostro machacado por la mala vida, el que elige mostrarnos el vuelo de Ícaro, pero nunca la caída.
Walter Cartier vs Bobby James
De los siete combates que he elegido, este es el único que no se justifica por cuestiones estéticas o narrativas. Este es el único enfrentamiento cuyo motivo para estar aquí es la memorabilia, lo insólito que resulta por lo que cuenta y quién lo cuenta. 'El día del combate' fue la primera pieza audiovisual filmada por Stanley Kubrick. Nada más, nada menos.
Y es, por increíbles que parezcan algunos detalles, un documental. De hecho, Kubrick debía de ser consciente de lo insólito de la vida que filmaba porque hay una advertencia antes de empezar de que todos los hechos narrados son reales.
'El día del combate' narra los prolegómenos del combate y el combate en sí entre Walter Cartier y Bobby James. Cartier fue un boxeador espectacular que nunca tuvo opción de luchar por el título del mundo pero que tendió sobre la lona a cuatro excampeones.
Pero lo realmente fascinante de Cartier, y Kubrick se dio cuenta, es que parecía un personaje inventado. Un irlandés con gemelo idéntico (abogado y también su mánager), muy religioso, enamorado de su perro y una bestia en cuanto se ponía los guantes.
Todo el corto (son 12 minutos y calderilla) está narrado por una voz en _off_ que ilustra las imágenes. Y es ahí donde Kubrick incluye su perplejidad y su inigualable cinismo para extraer petróleo de ciertas imágenes y hacerlas surrealistas; esperpénticas. Hay un tramo en concreto que resulta fascinante. El narrador describe la potencia de los puños de Cartier, lo letales que resultan en combates. Mientras, el Cartier filmado en su casa le hace carantoñas a su perro, un adorable cocker.
Pero en general todo tiene ese aire de historia imposible. De cosa que podría haber soñado Kafka. Ver a los dos gemelos durmiendo en la misma cama, paseando por la calle, comiendo junto a su perro. Es como prefigurar a los hermanos Coen.
Algo me dice que Kubrick estaba buscando con su ojo cínico lo insólito y ridículo de la realidad. Y lo creo porque [su otro corto de este año, 'Flying Padre', es igual. Retrata la realidad de un sacerdote que es una suerte de McGyver de pueblo, capaz de pilotar una avioneta para ayudar al vecino que lo reclame, como de facto sucede en el corto.
Y hay un aire de ridiculez en todo lo narrado que subraya profundamente por esa voz en off tan de documental. Se palpa sin remedio al Kubrick socarrón de 'Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?'; aunque estoy convencido que sus pobres retratados confiaban en las puras intenciones del cineasta. Me juego una mano a que se estaba riendo de ellos. De la vida. Ese era Kubrick.
Resta hablar del combate en sí. Está rodado a dos cámaras; Kubrick a cámara en mano y su compañero, Alexander Singer, con un trípode para el plano general. Hay planos atrevidos de Kubrick, experimentales, como un contrapicado que capta a los púgiles en pleno intercambio. Hay también insertos muy agresivos de primeros planos del público que recuerdan a lo que hará Scorsese en 'Toro salvaje'.
Lo gracioso del asunto es que las cámaras que grababan, Emeyo, exigían estar recargando película cada muy poco. El pobre Kubrick se perdió el puñetazo del KO en una de esas recargas. Singer, por fortuna, lo cazó.
Mo Cuishle vs The Blue Bear
Cuando una película de ring llega el último combate, lo que uno espera es la catarsis. Habrá agonía hasta llegar a ella, pero la sangre que corra entre las tres cuerdas será la que llegue al río. Lo que Clint Eastwood hizo en 'Million Dollar Baby', en el escalofriante combate entre Maggie y Billie, es darle la vuelta como un calcetín a esta máxima.
Y por eso este combate es como ningún otro de esta selección. Este es un combate sobre un punto de giro en el guion. Es un combate final de segundo acto; hasta donde yo sé, único en su especie.
Fijarse en cómo planifica Eastwood a posteriori es entender por qué la escena detona como detona. Hay algo raro que flota en el ambiente desde que Billy Blue Bear sale de los vestuarios y enfila al ring. La banda sonora, que puntea amenazadoramente su avance, parece saber algo que el espectador desconoce. Que los personajes también desconocen.
Eastwood deja las pistas a plena luz, que es la mejor manera de ocultarlas. El "My god" que suelta, amedrentado, Morgan Freeman al ver al rival de su querida púgil. La mirada entre furiosa y aterrorizada que Eastwood le echa al árbitro al comprobar que Blue Bear usará hasta el último golpe sucio para vencer. La inocencia de Hilary Swank, que sigue azuzando a la bestia que tiene enfrente sin saber hasta qué punto es una bestia.
Este es un combate radicalmente distinto porque no está centrado en ningún momento en darle épica al intercambio de golpes. Sino en crear una inquietud creciente en los personajes, en tensar sus cuerdas emocionales antes que las cuerdas del cuadrilátero.
Por eso son abundantísimos los planos de reacción: los de Eastwood, los del gimnasio, los de Freeman, los de la propia Swank. Eastwood está preparando un giro de guion de 180 grados a la película y necesita construir ese momento plano a plano. Porque el subconsciente del espectador intuye algo, pero no sabe el qué.
Cuando llega el momento, Eastwood tira magistralmente de macguffin. Un taburete rojo, en el que Maggie se ha sentado tranquilamente en los tres anteriores asaltos, será su guillotina. Billie, malherida en su orgullo, le lanza un puñetazo por la espalda que la hace caer a plomo.
Y como Eastwood rueda la escena a cámara lenta, nos permite vivir un instante agónico. El propio Eastwood corriendo para intentar evitar que su Mo Cuishle ("Su sangre, su amor") se encuentre con el taburete. Pero llega tarde y el cuello de Maggie estalla con el impacto. Al otro lado del televisor, Freeman se queda sin palabras.
La cámara comienza a girar y girar, enloquecida, persiguiendo los focos del techo. Ese giro representa lo que le sucede a la propia película. Esto no estaba en los planes. Ese combate debería ser lo que la vida le regala a Maggie por sus años de sinsabores, no lo que le arrebata.
Pero es precisamente en esa decisión donde Eastwood encuentra la mina de su obra maestra y la potencia del mensaje que su película transmite. Ese Eastwood tan indescifrable, que se viste de reaccionario y se burla de Obama para luego firmar películas a favor de la eutanasia o alegatos pro-inmigración como 'Gran Torino'. Su combate, terrible como es, está entre las secuencias mayores de la historia del cine.
Brendan Conlon vs Tommy Conlon
Creo, y sé que no soy el único, que 'Warrior' es una de las mejores películas de la historia del cine. Creo que su final es tan épico, agónico, conmovedor e inexplicable como los que firmaron Homero y Virgilio en Iliada y Eneida. Creo que hay algo en esa escena, mágico e inexplicable, que nos toca a cualquier ser humano que nos pongamos frente a ella. Sé que lloro cada vez que la veo. No unas pocas lágrimas. Llanto. Y la he visto docenas de veces.
No había nada en la carrera de Gavin O'Connor que anticipara el milagro; nada que nos dijera que podía dirigir algo como 'Warrior'. Pero lo hizo. Llamó a su ilustre vecino, nada menos que Nick Nolte, y le habló de una historia marciana, con la resonancia de una tragedia griega, que quería mezclar con los combates de Mixed Martial Arts y el contexto de decadencia social y económica de Pittsburgh. Nolte aceptó.
Y me atrevo a decir que el combate del que vamos a hablar, que es el corazón de toda esta película, es el mejor combate en un ring que nadie haya filmado jamás. El duelo que enfrenta a los hermanos Conlon, Brendan (el mayor) y Tommy (el menor), es una pequeña película de quince minutos. Tiene sus tres actos bien marcados. Comienza arriba y seguirá subiendo y subiendo; hasta llegar al infinito; a la apoteosis.
Lo primero que vemos es un travelling cenital de un taxi. En su interior viaja Paddy Conlon (Nolte), exalcóholico y maltratador que lleva mil días sobrio. Su rostro refleja un volcán de emociones. Va a ver cómo sus hijos se parten el alma ante miles de personas; millones si contamos la televisión. Sus hijos. Sus hijos…
En suaves sobreimpresiones se entremezclan los rostros Brendan y de Tommy, que llegan al combate por vías antagónicas. Brendan, tras sufrir en cada lance lo indecible, con una estrategia defensiva que dependía de resistir y resistir el ímpetu de rivales más jóvenes hasta encontrar una apertura que le permitiera ejecutar una llave y ganar por victoria técnica, por rendición del rival asfixiado por su cuerpo. Tommy, ganando del primer golpe todos los combates.
Llegan también después de haber tenido una conversación infructuosa de reconciliación. Tommy está demasiado dañado por el abandono familiar, por los horrores que vivió en la guerra de Irak.
La noche de la batalla se le desvela al público, aunque el espectador ya lo sabe, que Tommy es la mayor de las contradicciones: es un héroe porque fue capaz de salvar de la muerte a un montón de marines atrapados en un tanque ardiente, arrancando la puerta con sus manos desnudas. Pero es también un desertor; se encontró su heroicidad mientras huía de su puesto.
Los motivos que alimentan por qué lucha cada uno también están en las antípodas. Brendan necesita el dinero por la frágil salud de su hija, por la vida cada vez más precaria de una clase media en grave peligro de extinción, amenazada de muerte por modestas que sean sus pretensiones vitales. El premio de la victoria es el premio a su tranquilidad definitiva como padre de familia.
Tommy está en el cuadrilátero como acto de suicidio, para inmolarse en una bola de rabia y violencia por el abandono que siente.
El primer acto de esta pequeña película termina con los dos ya en el ring. Hay un pequeño momento, de una humanidad que ya llena los ojos de lágrimas. Cuando se acercan, a petición del árbitro, para saludarse y recibir las indicaciones de juego limpio, Brendan le pregunta a Tommy: "¿Dónde está papá?".
Tommy se da la vuelta sin contestarle; pero vemos que lleva la emoción a flor de piel: rabia, sí, pero también desamparo. Su papá ha sido quien ha entrenado con él; y ahora está, sin que lo sepan, de camino al combate.
Brendan, desesperado, cruza una mirada con su mujer. Tommy no tiene a nadie a quien mirar. Se van a sus esquinas. La música sube y sube. El árbitro grita a Brendan: "¿Caballero, está preparado?". Brendan asiente con un ligero cabeceo, pero vemos que es un mar de dudas. Repite la misma pregunta a Tommy. Tommy es la violencia y el nervio hecho ser humano; se nota una avidez de sangre que a mí, como espectador, me estremece.
Lees en su gestualidad y en su mirada que está preparado, puede que hasta ansioso, por matar a golpes a su propio hermano. A la sangre de su sangre. El árbitro grita: "Let's go to war!". Y la guerra estalla. Gavin O´Connor corta el sonido mientras los dos hermanos se acercan al primer encuentro, en el centro del ring. Y lo recupera con una violencia atronadora cuando caen los primeros golpes: todos de Tommy a Brendan.
Uno-dos-tres, los golpes caen sobre Brendan como las dentalladas de una víbora. O'Connor los filma con cámara al hombro, una por hermano; y los filma cerquísima. No importa la claridad del impacto, lo que importa es transmitir con poderío audiovisual la emoción que impulsa a cada uno. La de Tommy es matar. La de Brendan, defenderse. Y, poco a poco, proteger también a Tommy. Protegerlo de su deseo kamikaze.
El primer round termina con un golpe sucio de Tommy para coronar la paliza monumental. Pero Brendan tiene un as en la manga. Tiene a su mujer, Tess. Y tiene a su increíble entrenador, el maravilloso Frank Campana, que le recuerda a Beethoven para que se calme. Tommy no tiene a nadie.
O´Connor quiere dejarnos muy claro que esa es la clave. Que por abismal que sea la diferencia entre el poder de Tommy, que es Aquiles, Hector en esta ocasión tiene la oportunidad de vencer. Porque los seres queridos proporcionan un extra de convicción sin el cual es muy difícil resistir a los vaivenes de un duelo.
El punto de giro llega en el tercer round. Brendan se ha salido con la suya. Tiene atrapado a Tommy como tuvo atrapado a sus otros contendientes. Una llave profunda de la que no se puede escapar. Pero Tommy se revuelve como una cobra malherida. Así que, a su pesar, Brendan hace lo único que puede hacer. Le fractura un hombro.
El grito desgarrador de Tommy es el de un niño desamparado. Brendan siente lo que acaba de hacer y se convierte en un hermano mayor. "¿Estás bien?". Tommy se lanza a por su garganta y lo aplasta contra la reja. Al fin, Jos, el árbitro desbordado, los consigue separar. Paddy Conlon, padre de ambos, llega justo en este instante.
De ahí, al final, 'Warrior' se vuelve una película agónica. Donde el espectador comparte con el resto del público la misma emoción. Cada vez es más insoportable mirar. Ver cómo Tommy lanza golpes ciegos al aire, incapaz ya de defenderse, ver cómo Brendan está a punto de pedirle a Josh que suspenda el combate, dándole la victoria a Tommy. Ver la mirada cada vez más desesperada de Nick Nolte, que se desgarra de dolor por sus hijos...
Es en este tramo cuando cobran sentido todas las pequeñas anécdotas tras esta cinta. Por ejemplo, que el proceso de casting de Tom Hardy fue pasarse cinco días viviendo con O'Connor, que llegaría a decir: "Descubrí en esos cinco días que tenía exactamente lo que necesitaba para Tommy. Una superficie de tipo duro y un interior con una enorme vulnerabilidad, casi infantil. La única duda era si querría aflorarla en celuloide". Vaya si lo hizo.
Cobra sentido también su elección de Joel Edgerton, al que vio en vídeo declamar asombrosamente un monólogo de Henry V. Cobra sentido que, por entonces, estos codiciados actores fueran, como O'Connor pretendían, desconocidos. Porque así, para nosotros, no son Joel y Tom, son Brendan y Tommy. Cobra sentido pedirle a Nolte que fuera su padre. Cobra sentido engañar a la productora para que le dejara hacer esa película sin estrellas. Todo encaja. Todo armoniza. Todo se eleva.
Y es entonces cuando O´Connor como director, se desata. Deja de simplemente filmar las inconmensurables interpretaciones de sus actores y pasa a hacer otra cosa. A encontrar el cine. A cinco minutos del final, comienza a sonar, de la nada, una canción de The National: About Today.
La letra dice: "Hoy tú estabas lejos". La letra dice: "No te pregunté por qué". La letra dice: "Cuán cerca estoy de perderte". La letra dice: "Cerraste los ojos y te observé escurrirte". La letra repite: "Cuán cerca estoy de perderte". Todo esto acompañado solo de una guitarra y de un chelo. Los primeros planos que saca aquí, primerísimos planos, como el de Tommy aplastado contra la reja y llorando, podrían ser de Bergman, de Dreyer, de Rossen, de Passolini. Son rostros de la agonía.
El contraste es tan fuerte entre la violencia del combate y la suavidad de la melodía, que subraya todas las emociones que pasan por los rostros de los actores.
Hay una que se me ha quedado, como diría el Kurtz de Marlon Brando: "clavada como una bala de diamante". Justo antes de lanzarse al asalto definitivo de Tommy, Brendan adopta una posición defensiva y su rostro literalmente se descompone de dolor y tristeza ante lo que está a punto de hacer. Justo después, cruza una mirada con su padre, la primera del combate y ambos llegan a un acuerdo tácito y silente. Hay que tumbar a Tommy.
Brendan lo tumba, con una patada brutal. Luego lo golpea y lo golpea, mientras Tommy llora y grita. Luego le atrapa con una llave. Y es entonces cuando todo cambia. Sin cejar en su agarre, le grita: "Lo siento, Tommy". "Lo siento". "¡Está bien! ¡Está bien!". Y al fin: "Te quiero, Tommy". Ahora es el rostro de Hardy el que se descompone y suelta todo su dolor y amor. Una mano golpea tres veces la espalda de Brendan. El público, la primera Tess, estalla en una ovación. La música lo tapa todo en un crescendo.
Lo último que vemos, los dos hermanos abrazados, bajo los flashes de las cámaras, en un plano cortísimo y a cámara lenta. En ellos solo hay amor.
Cine. Cine colosal.
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