Hay directores que no entiendes cómo siguen gozando de idéntica capacidad de convocatoria, otros que por mucho que se esfuerzan no consiguen el merecido respeto, y otros que empezaron muy bien y que se apagaron muy pronto, aunque siguen trabajando de vez en cuando, con la sensación de que no volverán los mejores tiempos. Al último grupo pertenece, sin duda, el norteamericano (él prefiere el término afroamericano, seguramente) John Singleton, que fue un director de cierto prestigio durante cierto tiempo, y que ahora mismo parece que se haya halla en dique seco, después de haber echado a perder, bajo mi punto de vista, muchos años en varios proyectos superfluos. No es el primer caso, ni será el último, pero es triste que un tipo que parecía tener bastantes cosas que decir, y que las contaba con tanto oficio, no haya conocido una fluidez en su carrera y, sobre todo, no haya sabido o no haya podido prolongar el rotundo talento que apuntaba en su primera película, en la que despuntaba un rotundo talento narrativo, que amenazaba con contar con lucidez y sin paños calientes los infiernos de la gente negra en las barriadas más violentas de Los Angeles. Todo quedó en una sola película redonda. Al menos tuvimos ‘The Wire’ (David Simon, 2002-2008) años más tarde, aunque situada en Baltimore.
El resto de filmes de Singleton, después de la estupenda ‘Los chicos del barrio’ (‘Boyz n the Hood’, 1991), de la que ahora se cumplen veinte años, alternan entre lo digno, lo corriente, y lo nefasto. La más valiosa de ellas no se acerca, ni de lejos, a ese debut que tanto dio que hablar y que le valió una nominación al Oscar a mejor director con tan solo veintitrés años. Un pobre bagaje que es difícil de entender, y que algunos se han apresurado a explicar, quizás un tanto inmerecidamente, a través de la (supuesta) enorme autocomplacencia de la joven promesa, de su alejamiento cada vez mayor de los temas más candentes de la comunidad afroamericana de su país, o de los problemas que todo director afroamericano padece en la conservadora industria audiovisual norteamericana. Cierto que no es tán fácil ser Spike Lee (íntimo amigo suyo, por cierto) como pudiera parecer, pero da la sensación de que Singleton claudicó demasiado pronto de hacer películas pequeñas sobre temas grandes, y continuar una trayectoria que a lo mejor le hubiera dado menos dinero y muchos sinsabores, pero que posiblemente le habría dado más garantías de sacar todo el talento que vimos en ‘Los chicos del barrio’.
Tampoco vamos a decir ahora que ‘Los chicos del barrio’ sea una joya imperecedera del cine, pero junto con ‘Haz lo que debas’ (‘Do The Right Thing’, Spike Lee, 1989) conforma un brillante díptico, un cine increíblemente vivo y veraz, que se adentra en la violenta y compleja cotidianidad de los afroamericanos, en confrontación dialéctica con otras etnias y culturas, y lo hace con lucidez y sin dejarse llevar por lo trillado y por el lugar común. Al menos, no demasiado. Las trampas y los trucos de guión de ‘Los chicos del barrio’, que los tiene, y no son pocos, te las comes dobladas porque lo que narra es tan potente, y lo narra con tanta sinceridad, dolor y sencillez, que se asumen las lagunas de un relato trágico y a ratos salvaje, que soporta muy bien el paso del tiempo. El atolondrado Tre (un magnífico Cuba Gooding Jr., que nació justo cuatro días antes que Singleton) intenta vivir según sus propias reglas morales en un mundo que carece de ellas, y que parece desmoronarse a base de tiros, odio, pobreza anémica, un futuro siniestro… Da miedo, ‘Los chicos del barrio’, y no va de gran drama, ni de gran relato americano. Es serena y humilde, certera y valiente. Desde luego, había nacido una mirada.
Es decir, que la expectativa con sus futuros trabajos era más que lógica, y la decepción, a grandes rasgos, también. A su debut le siguió la descafeinada, por decir algo suave, ‘Justicia Poética’ (‘Poetic Justice’, 1993), protagonizada por una Janet Jackson bastante insufrible. No parecía el mismo director, desde luego. Más bien un cineasta dubitativo, incapaz de seguir avanzando tras un debut fulgurante. Por supuesto que el tema de la violencia callejera como un mal corruptor y despiadado, permanecía en sus imágenes, pero la autocomplacencia y la blandenguería moral hacían presa de Singleton. Sin embargo, supo recuperar algo de la garra anterior con su siguiente largometraje, el bastante digno ‘Semillas de rencor’ (‘Higher Learning’, 1995), en la que regresaba la lucidez a la hora de contar los orígenes de un odio interracial, en la que se adentraba además con sensibilidad y ternura en el infierno de la violación y el amor homosexual reprimido. En esa película los negros no eran los buenos, ni los blancos los malos. Había de todo. Y en la patética figura del personaje de Michael Rapaport, un hombre consumido por el dolor y la soledad convertido en un asesino manipulado por unos neonazis, Singleton derramaba comprensión, valentía y sobre todo compasión. No es poco.
Singleton pudo filmar una última película interesante con ‘Rosewood’ (id, 1997), que no es que haya visto mucha gente, precisamente, y que contaba los aterradores eventos racistas que, en 1923, convirtieron en un infierno ser de color en una región mayoritariamente blanca y asalvajada. Sobre un guión no escrito por él, lo que era toda una novedad, el cineasta controlaba con profesionalidad los resortes del drama y dirigía estupendamente a un reparto encabezado por Ving Rhames, John Voight y Don Cheadle, entre otros. A partir de este largo, Singleton empezó a filmar un cine descaradamente comercial que le ha dado algunos éxitos de taquilla, pero que ha empequeñecido su figura artística de manera lamentable. Empezando por ‘Shaft, the Return’ (id, 2000), con la que se resucitaba al mítico policía negro de los años setenta interpretado por Richard Roundtree de manera mil veces más interesante que por el a menudo inaguantable (otras veces enorme actor) Samuel L. Jackson. A lo absurdo de la trama, se une la torpe realización de acción y humor, todo coronado por un racismo de salón indigno del que filmara ‘Los chicos del barrio’. No se salvaba ni Christian Bale.
Pero en comparación con su siguiente película, la memez titulada ‘Baby Boy’ (id, 2001), la anterior hasta parece interesante. La lúcida mirada de Singleton hacia los de su etnia, hacia los conflictos sociales y hacia la cotidianidad del racismo encubierto, ha desaparecido por completo, sustituida por otra increíblemente trivial, lúdica, que no se toma en serio lo que está contando y que le importa un carajo los personajes a los que sigue (y si a él le importan un carajo, a mí más todavía). Y ya la siguiente ‘2 Fast 2 Furious. A todo gas 2’ ‘(2 Fast 2 Furious’, 2003), convierte a ‘Baby Boy’ en una obra maestra del cine. La única razón que se me ocurre para que se decidiera a firmar la dirección de esa secuela, es que iba a recibir por ello un sueldo bastante majo, y unos dividendos de la taquilla aún más majos, que le permitieran filmar películas más personales. Porque el guión de Michael Brandt, Derek Haas y Gary Scott Thompson (¿tres guionistas para esto?) es un compendio de bobadas tan insultante que te ríes por no llorar. ¿La excusa? El personaje afroamericano, interpretado de nuevo por el pésimo actor Tyrese Gibson.
Después de este trío de joyas, muchos saludaron ‘Cuatro hermanos’ (‘Four Brothers’, 2005) con algo de exageración, bajo mi punto de vista. Cierto, comparado con aquellas, es una maravilla, pero la personalidad vibrante y llena de coraje de Singleton parece diluida para siempre. Está filmada con brío y buen hacer, pero sin emoción, sin originalidad. Decente, y poco más. Desde entonces, Singleton ha hecho poca cosa o nada. Ahora vuelve con ‘Abduction’, de nuevo sobre guión ajeno, y con el crepusculón de Taylor Lautner y la jovencísima Lily Collins. Crucemos los dedos. Pero no parece, definitivamente, que el mejor Singleton, el que contaba las historias de los barrios negros y pobres con oscuridad y talento, vaya a volver pronto.
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