Leo la reciente noticia de que Pedro Almodóvar regresa, una vez más, a la sección oficial del Festival de Cannes (junto con muchos ya habituales), y vuelvo a escuchar la manoseada expresión (como casi todas las expresiones periodísticas de hoy día) de “director más universal de nuestro cine”. Algunos añaden una oportuna coletilla a ese lugar común: “el más universal de nuestro cine…desde Luis Buñuel”. Sin entrar a considerar la obra del manchego (algún día quizá lo hagamos) tengo muy claro que, a pesar de que Buñuel es considerado como uno de los grandes iconos de nuestro cine, a pesar de su prestigio en el extranjero (o quizá precisamente por él), a pesar de su carrera por EEUU, Francia y México (o quizá precisamente por ella), a pesar de retrospectivas, ciclos, filmotecas, debates en torno a su cine, Buñuel permanece siendo, a día de hoy, un gran incomprendido, y su legado cada día un poquito más olvidado y un poquito más distorsionado por medios de comunicación y aficionados en general.
Como suelo decir, si Rafa Nadal fuera francés o suizo, su leyenda sería todavía más grande de lo que es siendo español. Con Luis Buñuel ocurría y ocurre exactamente lo mismo. Cuando hablo de él entro en fase Arturo Pérez-Reverte, y comienzo a lamentar el olvido sistemático que muchas personas de este país perpetran contra nuestras personalidades más ilustres. Digo yo que algo de esto habrá cuando los franceses (tan majos ellos…, menos mal que gozan de una gran cinematografía) no tienen ningún reparo en hacerse los locos y apropiarse de la nacionalidad de Buñuel siempre que pueden, y eso que era un hombre más castizo que el toro de lidia, y que su cine, ya fuera engendrado pasados los pirineos o en algún país de norteamérica, detentaba unas constantes puramente españolas, ibéricas y sobre todo hispánicas, incontestables en su nitidez, y apasionante en su persistencia, que le vinculan con algunos de los artistas españoles más importantes que han existido, y que le han convertido en uno de los cineastas más originales, valientes y transgresores de la entera historia del cine.
A mi juicio, el genio de Buñuel se sustenta en tres pilares primordiales:
1. Su profunda cultura. Debido a una acomodada posición social y con todas las ventajas que ello comporta, y unido este hecho a su insaciable curiosidad y su falta de complejos, le convirtieron, gracias a su paso por la mítica Residencia de Estudiantes, fundada por la Institución Libre de Enseñanza, y a que casi siempre se hallaba en el lugar y en el momento adecuados, en un hombre muy cultivado (baste leer su maravilloso libro ‘El último suspiro’, escrito en colaboración con el gran guionista Jean-Claude Carrière, para constatar su mordacidad y su clarividencia).
2. Su bestial inconformismo. Porque aunque nació en el seno de una familia de la alta burguesía, y de sus estudios en colegios jesuitas, latía en Buñuel uno de los espíritus más puramente subversivos del siglo XX (del que es piedra cultural angular, aunque sólo sea por haber nacido en 1900 y haber muerto en 1983), que bebió sin empacho de André Breton, Max Ernst, Marqués de Sade o Galdós, y que le llevó a cambiar para siempre conceptos visuales, temáticos y morales del cine.
3. Su radical y personalísima escritura fílmica, que con un coraje ilimitado propicia el más puro surrealismo cinematográfico, el cine documental o neorrealista más descarnado, el melodrama costumbrista bajo el que se esconde una profunda crítica social o humana, el anticlericalismo más bufonesco, y por fin el cine de autor más impredecible y sorprendente que imaginar quepa.
A partir de estos pilares, y bien pertrechado de una buena colección de obsesiones, Buñuel dirigió un total de treinta y dos películas, de las que confieso he visto solamente treinta, y algunas de ellas hace bastante tiempo (y por eso, además de por otras razones, no voy a escribir un especial sobre este director, aunque sí hablaré, de vez en cuando y siempre que pueda, sobre las películas suyas que me parecen más estimulantes e inolvidables). Y aunque no he visto ni ‘Gran Casino’ (1947), un título que él mismo no se privaba de despreciar abiertamente, ni ‘El gran calavera’ (1949), y recuerdo peor de lo que sería conveniente otras como ‘La hija del engaño’ (1951) o ‘La ilusión viaja en tranvía’ (1954), puedo afirmar sin temor a equivocarme que sus tres más grandes películas, ‘Los olvidados’ (1950), ‘Nazarín’ (‘1959’) y ‘El ángel exterminador’ (1962), todas ellas filmadas en México, son un Goya vestido de cura armado con una escopeta cargada de elegante transgresión.
Los curas y los vagabundos, los perros y los burros, los pechos y las piernas femeninos, los zapatos de tacón y lo clerical, el barro y la mierda, la muerte y el sexo reprimido, el deseo y el humor, son estrellas de la constelación Buñuel, peajes imprescindible para entrar en su universo, un universo mucho más preocupado por el hombre de lo que pareciera, pero jamás dispuesto a idealizarlo ni a caer en lugares comunes tales como dividirlos entre buenos y malos, o puros y virtuosos frente a malvados. Por eso su adecuación forzosa a los parámetros del melodrama mexicano en los años cincuenta tiene tanto de insólito y a la vez de fascinante, porque su fiera expresividad era capaz de aceptar los encargos más dispares (obligado a ello por su situación económica y las características de la industria mexicana) y aún así ser capaz de dotar a sus melodramáticas historias de profundidad y de niveles narrativos, y a sus limitadísimos actores de personajes muy vivos y muy verosímiles.
Su insólita carrera comprende diez años de involuntario parón, en los que trabajó como productor asociado del MOMA, como ayudante del embajador en Francia, como supervisor de diálogos para la Warner Brothers, como consejero técnico e histórico para documentales del gobierno de la república, y finalmente, exiliado en México, donde a partir de ‘Los olvidados’ su carrera conoció una rehabilitación que no se tradujo, necesariamente, en mayor libertad o reconocimiento, pero sí en la posibilidad de seguir dirigiendo películas a sus más de cincuenta años. A su plenitud de los años 60, llegaría el prestigio crítico y el respeto de los más grandes directores durante los años setenta, dirigiendo ya películas en Francia, quizá algo inferiores a su etapa mexicana, pero siempre rebosantes de su particular sentido del humor y de su valiente e iconoclasta puesta en escena. Su Palma de Oro por ‘Viridiana’ (1961), su premio al mejor director en Cannes por ‘Los olvidados’, su Oscar a la mejor película extranjera por ‘El discreto encanto de la burguesía’ (‘Le charme discret de la bourgeoisie’, 1972), su León de Oro por ‘Bella de día’ (‘Belle de jour’, 1967), su Premio especial en Venecia por ‘Simón del desierto’ (1965), no son más que el reconocimiento en forma de superficiales premios a una personalidad irrepetible, cuyos valores, imágenes y conquistas todavía no se han analizado en su vasta complejidad.
Pero más allá de reflexiones artísticas y pensamientos expresivos, el cine de Buñuel es un cine muy divertido, que jamás aburre y que siempre sorprende y desafía a la moral y a la inteligencia del espectador. Cualquier espectador.