Robert Eggers se hizo un nombre en la escena del cine independiente cuando 'La bruja' (The Witch, 2015), una extraordinaria película de terror ambientada en la América precolonial, logró crear una tendencia en Sundance en la que cada año una cinta de género fuera de los estudios se convertía en un sleeper de público después. ‘El faro’ (The Lighthouse, 2019) es su última obra, que mantiene muchas de las obsesiones del director pero que se decanta hacia la excentricidad.
El director es conocido por su determinación por reflejar la época en la que se ambientan sus obras de forma prácticamente obsesivo-compulsiva mientras trata de romper con convenciones del género, y en esta ocasión ha tratado de recrear el lenguaje marítimo de finales del siglo XIX y el día a día de dos guardianes de un faro en una isla de la costa de Nueva Inglaterra. La localización, vestuario y el estudio detrás es casi documental y un logro en sí mismo.
Estética tenebrista deslumbrante
Además, el aspecto visual de la película es espléndido. El uso del blanco y la puesta en escena tiene predilección por la belleza de contrastes y dentro alberga alguna colección de planos que pueden ser recreados como pequeñas obras de arte en solitario. Este estilo retro y el uso de filtros ortocromáticos le ha ganado comparaciones con Dreyer y el cine del expresionismo alemán que, si bien tiene cierto sentido en lo estético, ya que en ocasiones—principalmente escenas oníricas— juega a imitarlo, no es muy precisa la analogía.
Eggers desarrolla una narración muy centrada en la dramaturgia e incorpora el realismo de sus investigaciones dentro de una matriz estética tenebrista, que es muy diferente a las intenciones de Dreyer o Murnau, cuyo lenguaje visual imprime una lógica secuencial viva, sin necesidad del texto que en ‘El faro’ acaba haciéndose protagonista de todas las escenas que comparten los dos personajes. Esto se convierte en la gran paradoja de la cinta, la reiteración de las palabras y una sobrecarga de diálogos vacíos.
Otro elemento clave es la inclusión de motivos mitológicos y constante simbolismo influido por el trabajo de artistas como Jean Delville, Sasha Schneider o Arnold Böcklin, cuyas obras son recreadas, en algunos casos, casi literalmente mientras otras influyen en los seres que aparecen. También hay referencias a Poe, no tanto al del relato 'El faro' sino como una relectura de ‘El corazón delator’ en parte de la película, aunque el motivo del escritor acaba sumándose al resto de las evocaciones culteranas en ristra que se suceden en la obra.
El fantástico, preciosista y esquivo
El relato de los dos fareros (Willem Dafoe y Robert Pattinson) en un turno de cuatro semanas en una remota isla se acaba convirtiendo en una obra de autor, que resulta fascinante e irritante en la misma medida. La brillantez formal acaba sirviendo como herramienta de un guion, digámoslo ya, lleno de majaderías sin filtro que luchan contra las estampas ominosas en formato cuadrado y algunos segmentos alucinógenos sublimes —aunque la mayoría de ellos se dejan intuir en los tráilers— se acaban viendo como cápsulas aisladas dentro de otra película.
Hay una voluntad mística, de incluir elementos de superstición, de fantástico heredero de Hogdson —no tanto Lovecraft, por muchos tentáculos que aparezcan— que colisiona con el aspecto realista, de tal manera, que hay una separación tan clara de lo que es delirio y lo que es real que en ningún momento deja la posibilidad de que la imaginación del farero que sueña con sirenas y krakens —o que los ve por efecto de beber queroseno— deje la puerta abierta a la mano de lo enigmático o sobrenatural que invoca tenga influencia sobre los hechos de la película.
Esta huida del fantástico, es opuesta al planteamiento de la misma estructura en 'La bruja', donde se contaban muchas cosas no necesariamente ligadas al hecho de dar o no miedo abrazando su condición de fábula. Eliminando este factor, parece que se pretende utilizar la imaginería de forma gratuita, más por la necesidad de utilizar un trasfondo de seres mitológicos por el hecho de usarlos que porque tengan un papel real en la película.
Barroquismo sublime pero forzado
Por otra parte, el estilo pictórico del film queda en evidencia cuando nada más empezar se introducen los personajes en una serie de planos estáticos. En uno de ellos, Robert Pattinson y Willem Dafoe miran al horizonte de frente a la cámara, dejando claras las intenciones del film. Hay una pose, una artificialidad que mira directamente al espectador. Más adelante hay una serie de planos de ambos con jerseys que parecen sacados de un catálogo de moda para modernetes, al estilo Wes Anderson, más que una búsqueda de realismo y suciedad, hay algo que no cuaja.
Estos pequeños detalles van dando paso a una progresiva sucesión de momentos que van rasgando la atmósfera claustrofóbica y misteriosa para dar paso a situaciones que parecen buscar una reacción del espectador a toda costa. Por ejemplo, cuando acaba de ver por segunda vez a la sirena, Ephraim camina como en un film de Buster Keaton, como si fuera una parodia del cine mudo que está homenajeando, añadiendo una traza de humor slapstick en una secuencia cuidadosamente construida hasta ese momento.
Pronto los diálogos se ven afectados por una urgencia por impactar con rupturas de tono constantes como el intercambio de “qué, qué, qué” entre ambos actores o la frase de Ephraim sobre su desesperación por comer carne roja “si tuviera un filete… me lo follaría”, como forma pueril de relacionar dos costumbres “de macho”. No mejora mucho el comentado discurso de Thomas de “Hark tritón, Hark”, invocando a seres marinos en ristra, creando una caricatura autoconsciente y autocomplaciente propia del lobo de mar de 'Los Simpson'.
Recital del exceso
Y es que, si bien las actuaciones de Robert Pattinson y Willem Dafoe son esforzadas y voluntariosas, en la intención exagerada del director estas acaban resultando postizas. No hay una sola pista de la intención de esa mirada grotesca de los arquetipos dentro de la que, por otra parte, es una minuciosa descripción del entorno y la época. En ocasiones da la impresión de asistir a una broma de amigos que no funciona fuera de ese microcosmos de exceso desorientado.
Pattinson está simplemente histriónico. Arrugando el morro como un dibujo animado cuando acecha a Dafoe con la cámara recreándose, chupando agua de lluvia histéricamente para materializar que se ha vuelto loco, rematando con un grito desmedido al eyacular en una escena de masturbación abyecta, haciendo el mono cuando beben un brebaje, para recalcar que están asqueados. Es como ver a un niño buscando desesperadamente la atención de sus padres.
Todos estos momentos colisionan con exposición de un relato clásico, atemporal, de hombres volviéndose locos con un trasfondo de leyendas, que decantan en un intento de lectura de la masculinidad tóxica a partir de los estereotipos del mundo del mar. Sin embargo el subtexto acaba resultando tan ramplón que parece ‘El faro’ se haya rodado con la idea de partida apuntada en el encabezado de cada página del guion.
Expresionismo de fase anal
La repetición e insistencia sobre lo mismo acaba derivando en algunos momentos en los que se intercalan apuntes de homoerotismo, tan manidos que cualquier atisbo de profundidad en las intenciones del director resultan romos. Según él mismo, en distintas entrevistas, habla de que “nada bueno puede pasar con dos hombres encerrados en un falo gigante”, con el que sella el simbolismo chabacano con el que realmente funciona la obra. Hasta tal punto que sugiere que las flatulencias son un símbolo de poder.
Solo en los primeros cinco minutos, el sonido de un chorro de orina es seguido por un pedo de Dafoe. Se va silbando. Para, vuelve a proyectar una ventosidad mientras silba. Cada vez que están en la habitación hay un pedo. También tenemos un encadenado de meada en un orinal flotante con un vómito. Escatología infantil, de "comedia" de caca, culo, pedo, pis, incluso con una repetición del gag a contraviento de 'El gran Lebowski’ (The Big Lebowski, 1998) con orinales llenos de excremento, seguido por un grito ahogado, propio de Will Ferrell.
Estos exabruptos se contraponen a simbologías arbitrarias que se extienden hacia una relación de poder llena de ladridos con la introducción del mito de Prometeo —que tiene un sentido ajeno al sustrato de culpa del personaje de Pattinson—, dando vueltas alrededor de una luz que es tratada como una mujer, para exacerbar el componente de hombres peleando por una feminidad, que al mismo tiempo significa el poder de uno sobre el otro, dejando abierta, como no, la posibilidad de que haya un relato de desdoblamiento de personalidad.
Un prodigio visual... decepcionante
Un final con la luz absorbiendo a Ephraim, calcado del de 'El beso mortal' (Kiss Me Deadly, 1955), cierra el estudio de Ícaro hacia el sol y la tortura eterna, abriendo posibilidades de debate que no estaban sobre la mesa en momentos previos. Desde luego, se puede argumentar y considerar porque hay vías abiertas, pero el juego que lleva hasta allí no se preocupa tanto de abrir ninguna de ellas. Resulta más bien una conclusión lógica, tras un engañoso rifirrafe en el que Dafoe imita a Jack Torrance para acabar bajo tierra.
No se puede negarle a 'El faro' su milimétrico trabajo de recreación, y su obsesión realista, que choca de lleno con su voluntad de crear un tejido quimérico en el que conjugar la testosterona con el folklore, una sintaxis basada en la aliteración de referentes frente a la reflexión, cierta elegancia formal con la grosería bufa, que olvida por el camino dirigir el interés del espectador en los conflictos que plantea, sin convicción alguna, con más audacia en la provocación hueca que en la narración.
En sus mejores momentos, Eggers logra cohesionar una buena ristra de estampas de libro, pero sustituye el horror subcutáneo de 'La bruja' por un conglomerado de sonidos reiterativos de sirenas o ruidos de máquinas que jarrean constantemente al espectador en una atmósfera de estridencias. 'El faro' es un prodigio visual de hermosa factura que toma ciertos riesgos, pero también resulta suficientemente impostada y burda como para considerar que hay cierta falta de inspiración, compensada por intentos de epatar algo simples y petulantes.
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