¿De dónde nace ese vacío que los personajes más vibrantes e inquietantes de la realizadora californiana Kathryn Bigelow necesitan llenar desesperadamente con una compulsión, con una adicción? Quizá ella misma sea una de esas personas incapaces de vivir una vida gris y rutinaria. Quizá se ha convertido en una de las directoras norteamericanas más importantes y conocidas, sino la que más, para alejar de sí ese vacío. Eso sólo lo sabrá ella. A nosotros nos queda su trabajo como directora, que ya tiene un recorrido de tres décadas, y que de momento se cierra con una de esas películas malditas (últimamente, demasiadas) que no acaban de estrenarse nunca.
Poseedora de un estilo poderoso, y de unos intereses bastante alejados de lo que suele esperarse de una directora (hay tan pocas, además), con historias pobladas por hombres, en las que la testosterona, la acción muy física, los temas heroicos y muy masculinos, Bigelow se erige como uno de los mejores directores del cine de acción de todos los tiempos, por el dinamismo y energía que laten en el corazón de sus imágenes. No es, sin embargo, dueña de una carrera todo lo brillante que podría haber sido. Pero poco importa. Más interesante es hablar sobre esa obsesión en torno a las adicciones que dominan y moldean las vidas de cierto tipo de personas. Curiosamente, los que ella convierte en sus protagonistas.
Cuando digo que su carrera no es todo lo importante que podría haber sido soy consciente de la dificultad que debe tener una mujer para dedicarse al tipo de cine que a ella le interesa. Y con todo ha dirigido una superproducción de gran complejidad (‘K-19’) y ha influenciado, no poco, al mejor y más destacado cine de acción y aventuras de los años 90, sobre todo con su pieza catedralicia ‘Le llaman Bodhi’, aunque seguramente ninguno de sus discípulos ha igualado su fuerza expresiva ni su deslumbrante dinamismo. Sin embargo no hay duda de que su carrera ha sufrido de una dispersión y una carencia de fluidez que han terminado por aguar, siquiera parcialmente, la aportación de esta gran directora.
De gran temperamento visual, no en vano una de sus pasiones es su excelente actividad como pintora, comenzó con una película codirigida con Monty Montgomery, que no ha envejecido nada bien, y que era poco más que un tímido inicio a base de clichés y lugares comunes, que sin embargo poseía una extraña y opaca belleza. ‘The Loveless’ tiene poco de Bigelow, pero ahí estan los primeros esbozos de una personalidad, Vance, cuyo violento carácter y obsesiva personalidad se hermana, aunque sea lejanamente, con otros personajes de la directora.
Por suerte para ella conoció al gran guionista Eric Red, y con él comenzó esa indagación, que dura hasta nuestros días, en torno a la adicción. Primero la adicción de la que hablaba la película que hizo con este escritor, ‘Near Dark’, que en España tuvo el bello título de ‘Los viajeros de la noche’), que más que una necesidad de la sangre, es una historia sobre la adicción a la vida, más allá de la muerte. Y que por ahora ha culminado con su bélica ‘The Hurt Locker’, que por contra habla de la adicción a la guerra, o lo que es lo mismo, la adicción a la cercanía de la muerte. Pero ella no habla de este tema, verdadero motivo de que se ponga a dirigir, de forma explícita.
Lo hace de forma sutil, mientras regala al espectador toda su batería visual y sonora, en sus habituales hipnóticas y frenéticas realizaciones. Todo ello puesto al servicio de la sensación última que le queda al espectador: la vida no es más que otra adicción. Sin respuestas ni falsas componendas, Bigelow se esfuerza, en sus mejores trabajos, por demostrar la precariedad de la vida, y ese impulso oscuro que nos hace mirar al borde del precipicio. Quizá por eso sus filmes menos logrados (‘K-19’ o ‘El peso del agua’) lo son porque en ellos no hay nada que ella pueda reconocer como suyo, como propio. Siendo portadoras de grandes valores narrativos, carecen de la densidad del gran cine de esta directora, de su conmovedora desesperación.
Sólo una gran artista podía coger una historia de surferos atracadores de bancos y hacer con ella una elegía de aventuras. O una historia sobre clips de experiencias personales y completar una lúcida reflexión sobre el poder de la imagen y la memoria, con sus lagunas no asumidas incluídas. Ajena a la perfección deseada en un gran maestro, Bigelow ostenta varias secuencias cimeras del cine de acción, esa denostada forma dinámica del drama que tan pocos consiguen dominar, pues eso del ritmo, como hablábamos hace poco, no es un elemento fácil de desplegar sin trucos o efectismos de salón. Es decir, está reservada a unos pocos virtuosos que nos asombran con su puesta en escena.
Si su Megan Turner (Jamie Lee Curtis) en ‘Acero Azul’ se enfrentaba a un loco cuya adicción al poder que se siente al empuñar una pistola, su último protagonista se enfrenta a su propia necesidad de ponerse a las puertas de la muerte, desactivando bombas en la pesadilla interminable de Irak. Por fin regresamos a esos tipos que, desde el Lenny Nero enamorado de una idea encerrada en un clip, no veíamos en su filmografía. La película, de la que hablaremos en breve, es una potente disección del nuevo estilo de guerra que ahora está de moda. La de las bombas aleatorias, los suicidas, las muerte a quinientos metros de distancia. Es una rara y feroz historia que ya debería haberse estrenado. Pero, la verdad, si las distribuidoras no están por la labor, los que ansiamos el trabajo de directores importantes y difíciles buscaremos otros circuitos alternativos para acceder a ellas.
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