“Una gran cantidad de poetas vive también en los márgenes de aceptación social, ciertamente no están en esto por dinero. William Blake – sólo su primer libro se publicó legítimamente.”
Las cosas son como son, y no tienen por qué ser de otra manera. Si un cineasta como Jim Jarmusch es, desde hace más de tres décadas, la máxima figura representativa de cierto tipo de cine americano, cuya obra no goza precisamente de un conocimiento profundo por parte de las masas de espectadores ávidas de entretenimiento los fines de semana, con una innegable aureola de “raro” o “extraño” (luego veremos que esa fama es tan injusta y absurda como tachar de simbólico a Bergman o de aburrido a Malick), apreciado por los “elitistas” festivales de cine y considerado por muchos cinéfilos (como yo mismo) como un cineasta esencial; todo ello, digo, retrata muy bien el dantesco mundo del cine industrial, para el que los directores más acomodaticios, más dispuestos a agradar al espectador, muchos de ellos con talento pero desaprovechado, son más importantes o dignos de mención que los que disponen de un mundo propio (es decir, los que son verdaderos creadores) y de una concepción propia del cine y del hombre.
Jarmusch, director de once largometrajes (uno de ellos un magnífico documental sobre Neil Young, pues Jarmusch es un melómano incurable), seis videoclips y cuatro cortometrajes, conocido por su aspecto de hombre tranquilo y pelo plateado, es tan consustancial a lo mejor (lo más estimulante, lo más valiente, lo más vanguardista) del cine americano de los últimos tiempos como otros grandes nombres (y a nadie le sorprenderá que nombre aquí a David Lynch, Terrence Malick, Paul Thomas Anderson, Jonathan Demme, John Carpenter, Gus Van Sant, y en menor medida otros como Spike Lee, Todd Solondz, Richard Linklater, Todd Haynes, entre otros investigadores de territorios conquistados por John Cassavetes, Dennis Hopper y Francis Coppola), un juglar de la América del siglo XX y principios del XXI, que observa su país con una mezcla del extrañamiento del extranjero y de la mirada del poeta ermitaño, de quien se ha dicho que dirige películas como un músico de jazz interpreta una melodía.
De todos los cineastas que nacieron de las cenizas del underground neoyorquino de los años ochenta, cuyas ramificaciones aún hoy no se han cerrado, Jarmusch ha sido el más auténtico, el más fiel a sí mismo. Ajeno a los divismos de un Tarantino o a las tentaciones mainstream de los Coen, ha sabido construir con paciencia, serenidad y coherencia una carrera no demasiado extensa en títulos, pero sí apasionante por su densidad conceptual, por su inabarcable galería de personajes (muchos de ellos estrafalarios, extravagantes y perdidos, pero precisamente por ello siempre muy humanos), por su connatural incapacidad para ofrecer otra cosa que no sea una gran dosis de sí mismo, siendo uno de los poquísimos artistas audiovisuales poseedores (menos de lo que parece) de un mundo propio, con sus leyes espaciales, rítmicas y morales. Y esto desde su primer contacto con el cine. Célebre es la anécdota que vivió junto al mítico Nicholas Ray, quien criticó duramente un guión suyo por falta de “acción externa”, a lo que Jarmusch contraatacó reescribiendo el guión con menos acción externa aún. Ray, admirado por la valentía del joven aspirante a cineasta, le contrató como ayudante personal de ‘Relámpago sobre el agua’ (‘Lightning Over Water’, Nicholas Ray, Wim Wenders, 1980).
Un verdadero creador
Aunque ‘Permanent Vacation’ (1980), su primera película (muy poco conocida, realizada con un presupuesto irrisorio), no gustó especialmente a nadie, Jarmusch ya implantó en ella un estilo muy personal, que iría desarrollando en las sucesivas, y mucho mejor acabadas, ‘Extraños en el paraíso’ (‘Stranger Than Paradise’, 1984) y ‘Bajo el peso de la ley’ (‘Down by Law’, 1986), así como en el generacional corto ‘Café y cigarrillos’ (‘Coffee and Cigarettes’, 1986), al que no hay que confundir con ‘Cigarettes & Coffe’ (Paul Thomas Anderson, 1993). En estos trabajos Jarmusch estableció un estilo barato pero muy expresivo de realizar cine, así como una descripción de la fauna y la arquitectura neoyorquina enormemente influyentes para una pléyade de directores que comenzaban en aquellos años y a los que Jarmusch hizo ver la luz, literalmente. Cannes premió con la Cámara de Oro la primera de ellas, de manera irrebatible, y vigiló de cerca al nuevo juglar norteamericano.
Jarmusch supo corresponder a esa vigilancia con el díptico ‘Mystery Train’ (1989) y ‘Noche en la tierra’ (‘Night on Earth’, 1991), primeros de sus trabajos en color, con evidente influencia de Wim Wenders (aunque sólo fuera por la presencia del operador jefe Robby Müller o de algunos temas netamente wenderianos). Contando con Gena Rowlands (cómo no, musa de Cassavetes), con Roberto Benigni o con Tom Waits en muchos de estos trabajos, Jarmusch buscaba también la inmediatez de actores casi desconocidos o no profesionales, de rostros casi anónimos que dotan de vida inusitada sus ficciones, a un paso del documental lírico (si tal expresión es posible), o de la crónica íntima. Para Jarmusch el mundo parece un lugar en el que lo lúdico se mezcla con lo grave sin la menor fisura, y en el que importa menos la historia externa que el mundo interior de sus personajes.
En este sentido, se cristalizan las que creo que son las tres películas más completas del director, en las que confluyen su necesidad por una vida plena de música, sus interes espirituales y metafísicos, y su amor por los géneros: ‘Dead Man’ (id, 1995), ‘El año del caballo’ (‘Year of the Horse’, 1997) y ‘Ghost Dog, el camino del samurai’ (‘Ghost Dog: The Way of the Samurai’, 1999). La primera es uno de los westerns más extraños y líricos que se han visto, con un sorprendente Johnny Depp. La segunda es un magnífico seguimiento de una figura musical capital en la América más auténtica. Y el tercero es una apasionante deconstrucción del mito del samurai, con un Whitaker inmenso y un guión realmente magistral, a medio camino entre el cine de aventuras a lo Melville y el cine negro neoyorquino independiente. El erotismo, siempre muy presente en la obra de este director tan sensual, la violencia salvaje pero no excesiva moralmente, un humor muy negro y muy sutil, son las cosntantes de un autor que llegó a su plenitud a finales de la década de los noventa.
Tanto la irregular ‘Flores rotas’ (‘Broken Flowers’, 2005) como la muy estimulante ‘Los límites del control’ (‘The Limits of Control’, 2009), así como el largo ‘Coffee and Cigarretes’ (2003) representan sus últimos esfuerzos creadores, todos ellos con tiempo de reflexión entre uno y otro, asumiendo los errores, depurando el estilo aún más, accediendo a una libertad y a una confianza en sí mismo con las que otros cineastas sólo pueden soñar. A sus 58 años, creo que a este refinado francotirador aún le quedan unos cuantos cartuchos con los que sacudir el aburrido y burgués cine norteamericano.