Dentro de la enorme producción norteamericana, del revoltijo de directorcillos estrella, pseudo-autores con presupuestos que oscilan entre los tres y los trescientos millones de dólares, viejos maestros de capa caída, grandes nombres que como mucho dieron una única gran película (y ya es bastante), mercenarios más o menos habilidosos, artesanos más o menos estimables, y demás fauna, sí que existen, aunque a nadie le interese demasiado ver sus películas (ni falta que hace), auténticos directores que de vez en cuando, si les dejan y tienen ganas, presionan con su talento sobre los límites del tedioso cine ortodoxo, y lo empujan hacia nuevas fronteras de futuro. Decía el gran Coppola, uno de esos directores de los que hablo, un verdadero y oscuro cineasta, que los artistas siempre miran hacia el futuro, mientras que la sociedad y los que la controlan prefieren quedarse en el pasado. Mayor verdad imposible, en un medio audiovisual enquistado en fórmulas academicistas y paralizado por cineastas incapaces de convertirlo en algo dinámico y valiente, aherrojados por un público abúlico.
Entre esos directores esenciales, poetas que miran hacia el futuro y crean las formas cinematográficas más vivas del presente, están, por ejemplo Ang Lee, Paul Thomas Anderson, Jacques Audiard, Enrique Urbizu, James Gray o Gus Van Sant. En el caso de este último, de carrera tan plagada de luces y sombras como la del resto del grupo, nos encontramos con la obra de un cineasta que ha reflexionado mucho más sobre el cine y sus posibilidades, que la gran mayoría de sus colegas, aún las vacas sagradas de generaciones anteriores que practican un cine mucho menos valiente y arriesgado que el suyo. Poseedor de un estilo inconfundible, que no tiene miedo de traicionar cuando la historia lo requiere, quizá sea Van Sant, sin exagerar, el gran cronista del Estados Unidos más marginal, de la juventud marchitada y desesperada de su país, y más concretamente de su ciudad, Portland. Un poeta libérrimo, obsesionado con sus bellos y trágicos adolescentes, que tampoco se libra de haber filmado alguna que otra bobada, pero al que hay que juzgar, creo yo, por sus grandes aciertos, que no son pocos.
Dicen que Van Sant se quedó impresionado por la amplia comunidad marginal de las barriadas más pobres de Los Ángeles, ciudad en la que trabajó un tiempo como fotógrafo y asistente de producción. A su regreso a Nueva York, con el dinero ahorrado, pudo hacer un filme de pequeño presupuesto que le debía mucho a sus grandes maestros Jonas Mekas o John Cassavetes, ‘Mala Noche’ (id, 1986), filmada en blanco y negro, y que llamó la atención por su descarnado lirismo y su sutilidad en su tratamiento de lo homosexual. Van Sant, que nunca ha ocultado que es gay, siempre incluye en sus historias un amor entre dos hombres, pero nada obvio, nunca morboso, ni para provocar un juicio moral. Teniendo en cuenta su querencia por seres marginales, esta decisión es importante, porque así evita convertir esa condición en un rasgo que lleve a la manipulación o a la compasión. Ni la homosexualidad es un problema, ni las drogas, ni la violencia, ni el amor, ni siquiera la muerte. El problema es, siempre, cómo convivimos con esa realidad.
Una trayectoria apasionante…pese a los errores
Lo del cine independiente siempre ha sido una etiqueta más. Western, cine negro, melodrama…cine independiente, expresión acuñada por algún lumbrera que pretendía englobar lo que no es otra cosa que libertad a la hora de hacer películas. Durante buena parte de los ochenta y los primeros noventa, nacieron muchas películas con el sello de independientes, filmadas por directores norteamericanos fuera de Hollywood, con presupuestos asequibles, sobre cuestiones más o menos sociales o modernas. En realidad, si existió, Van Sant fue el rey, pues con ‘Drugstore Cowboy’ (id, 1989) demostró su total primacía. Obra magistral, filmada con cuatro cuartos, que convierte a buena parte del cine supuestamente “duro”, “violento” o “sórdido” en un juego de niños. Negar al Van Sant de esta película inolvidable es negar el cine, sencillamente. Lástima que la prolongara en la bastante inferior, aunque mucho más accesible para un público mayoritario, ‘Mi Idaho privado’ (‘My Own Private Idaho’, 1991), y que dos años después dirigiera una de sus películas menos interesantes, la floja comedia ‘Ellas también se deprimen’ (‘Even Cowgirls Get the Blues’).
Pero no estaba todo perdido, y en 1995 pudo dirigir una comedia negra muy superior y a la que quizá no se le ha dado toda la importancia que merecía, la excelente ‘Todo por un sueño’ (‘To Die For’), con una magnífica Nicole Kidman. Con este título, Van Sant recuperaba sus rasgos de personalidad, contando la historia de un carácter obsesionado con la fama televisiva, muy complejo e impredecible, con una serie de ramificaciones morales realmente notables, y con un gusto por el asesinato ritualizado que alcanzaría mayores cotas de abstracción en trabajos posteriores. Van Sant volvía al buen camino, pero no estaba la industria para mayores riesgos, y aceptó un guión que era demasiado fácil para él, por mucho que Matt Damon y Ben Affleck ganaran el Oscar con él. ‘El indomable Will Hunting’ (‘Will Hunting’, 1997) es una peliculita que va de artística y radical, y se queda en superficial y conservadora, indigna del artista que filmó ‘Drugstore Cowboy’, pero fue un gran éxito que quizá ha permitido a este cineasta moverse con algo más de libertad en años posteriores.
Su versión en color del ‘Psicosis’ (‘Psycho’, 1960) de Hitchcock, fue a su vez muy criticada por ciertos sectores, aunque creo que es una propuesta interesante y muy respetuosa con el original. Filmada idéntica, plano a plano, hay algo fascinante en ella, con una dirección de actores que altera algunos enunciados hitchcockianos. Mucho menos interesante me parece su ‘Descubriendo a Forrester’ (‘Finding Forrester’, 2000), que es algo así como “Will Hunting 2”, en la que un chaval negro del Bronx, más pobre que las ratas, es un escritor de un talento que haría sombra a Marguerite Yourcenar, un jugador de baloncesto que puede eclipsar a Michael Jordan, un alma honesta capaz de sacrificarse por un mentor interpretado por el genio Sean Connery, además de apuesto y trabajador. Ahí queda eso. He de confesar que cuando la vi perdí la fe en que Van Sant se convirtiera en el gran cineasta que auguraban sus primeros trabajos.
Pero ahí está el talento, para desmentir a los escépticos, y la extraña ‘Gerry’ (id, 2002) y la magistral ‘Elephant’ (id, 2003) lo cambiaron todo. ‘Gerry’ era algo así como una cura salvaje contra el cine comercial, un filme que polarizó la opinión de la cinefilia, pero que era un alarde de improvisación y de búsqueda vital, que no pretendía otra cosa que un nuevo comienzo, una resurrección que se vería confirmada con ‘Elephant’. Con ese filme escalofriante, que hacia milagros en la ritualización de la violencia, colocando a Van Sant a la altura de un Coppola, el cineasta de Portland reventaba las convenciones de la tragedia, recuperando su gran sentido visual, ganando la Palma de Oro y el premio de la puesta en escena en el Festival de Cannes, narrando de manera sobrecogedora, casi documental, una masacre de las muchas que de vez en cuando convierten un recinto social norteamericano en un infierno de muerte y dolor. Van Sant había superado así innecesarios experimentos o pruebas comerciales para alcanzar una plenitud que se prolongaría con la excelente ‘Last Days’ (id, 2005) y la bella y enigmática ‘Paranoid Park’ (id, 2008), en la que por fin liberado de toda concesión formal, vuela la mirada de Van Sant hacia formas plenas de cine de dentro de veinte o treinta años.
La emocionante ‘Mi nombre es Harvey Milk’ (‘Milk’, 2008) cerraba hasta ahora su filmografía, que tendrá un nuevo exponente con la venidera ‘Restless’, protagonizada por Henry Hopper y Mia Wasikowska, que se estrenará este año. Esperemos que Van Sant siga dando lo mejor de sí mismo, que es mucho, aunque posiblemente sus mejores trabajos continúen siendo paladeados por una minoría.