El cine que dirige Damien Chazelle es el de alguien que ha visto mucho cine. Ha visto el Hollywood clásico y ha visto muchos musicales, claro. Ha visto a Gene Kelly cantar bajo la lluvia y ha visto 'West Side Story', pero el cineasta que estudió en Harvard después de abandonar su incipiente carrera como percusionista, también ha visto a John Cassavetes, a Jacques Demy y a Antonioni.
Chazelle ha visto a los renovadores americanos y me atrevería a decir que también a muchos de los autores de la Nouvelle Vague y el Neorrealismo italiano. Y, como todos los descendientes de los nuevos cines, Chazelle firma todas sus películas con pulso firme y voz propia, incluida la producida por la maquinaria de Hollywood y que le encumbra como uno de los directores con más nominaciones de la Historia de los Oscar: ‘La ciudad de las estrellas - La La Land’.
Un vistoso plano-secuencia abre la película por la que el director, de tan solo 32 años, suma 14 nominaciones, entre ellas la de Mejor Fotografía -quizá una de las más merecidas-, y con él sienta las bases de lo que se propone: contar uno de los cuentos de hadas con sede en Los Angeles que tanto gustan en Hollywood, meterse al público en el bolsillo con la añoranza referenciada del tiempo dorado del cine clásico al que a todos nos gustaría volver y convencer a la crítica de que ése género adorado y menospreciado a la vez es la base necesaria de la fábrica de sueños americana (no confundir con las cinematografías europeas y menos aún asiáticas).
Pero con ese plano-secuencia trucado, Damien se la cuela a Hollywood –y, de paso, a todo el que espere encontrar una historia de amor de algodón de azúcar-, y aprovecha sus grúas y gadgets para rodar una historia más bien amarga y con doblez, fuera del canon clásico, de la continuidad y de la armonía tonal; en definitiva, para rodar a su manera.
Con rasgos propios
La misma forma en la que, en el fondo, despojando su obra de toda la purpurina hollywoodiense, rodó su primera película: ‘Guy and Madeline on a park bench’ (2009). Aquélla era una rareza, una verdadera historia de jazz. De jazz y personajes errantes, libres, perdidos y guiados por la música de la experimentación del aquí y el ahora.
Seguidos en blanco y negro por una cámara por momentos temblorosa y frágil, otras veces en vibrante movimiento para enlazar historias y relacionar a personajes, siempre libre en sus formas. Una exploración de las posibilidades cinematográficas que en el año 2009 sabía al Godard de los sesenta y que hoy, aunque quizá de manera más encorsetada, todavía respira detrás de ‘La La Land’.
Filmar la música
Rodar música es una de las obsesiones de Chazelle que, no en vano, estudió percusión, si bien no al nivel que su Andrew en ‘Whiplash’, al suficiente para saber de lo que habla. Entre planos detalle de baquetas, boquillas, campanas de trompeta, varas de trombón, llaves y válvulas de desagüe, Chazelle nos desliza con el movimiento de una cámara libre pero estudiada como si de una coreografía se tratara, entre el backstage de una big band, con su perfeccionismo y sus obsesiones, de una forma descarnada y desde dentro, como pocos han abordado hasta la fecha. Muchos de cuyos movimientos técnicos, por cierto, tienen su continuidad en la puesta en escena de ‘La La Land’.
Si en ‘Guy and Madeline on a park bench’, su obra más joven, libre y apasionada, el jazz era un modo de vida, de nuevo una fuente de obsesión, pero al mismo tiempo de satisfacción, en ‘Whiplash’ el ex músico nos muestra la cara amarga y sin el romanticismo en blanco y negro de esa misma moneda y nos sumerge entre agresivos verdes y amarillos en la dureza de una profesión que encima del escenario sólo rezuma dorados y brillantes cálidos.
De forma menos evidente, pero todavía patente, la misma colorista, Natasha Leonnet, nos descubre el amargor de Hollywood en momentos clave donde el verde amarillento inunda las vidas de unos protagonistas que a simple vista no tienen de qué quejarse, confiriéndole un inquietante halo de perversa crítica, y dándonos la clave para interpretar a los que, en el fondo, reduce a banales pero potentes caricaturas.
La música, vamos a decir el jazz en un sentido amplio del término, claramente ligado a la propia historia del director, es una constante en su cinematografía, de la misma forma que todo autor comparte con su obra parte de su alma, a la hora de experimentar el mundo desde su propia óptica. La óptica de Chazelle, tanto la técnica como la orgánica, forma una constante desde la primera a la última de las obras que ha firmado hasta la fecha. Quizá en su forma más evidente con el caminar paralelo junto a su compositor desde el inicio, Justin Hurwitz.
El cineasta se auto-referencia, toma elementos prestados, los mejora, les da la vuelta, los desmonta y no sólo los hace convivir, sino que, en un arranque de bipolaridad meditada pone sus dudas a dialogar con el metalenguaje de su –aún escasa- obra cinematográfica, de la misma forma que Oscar Wilde debatía consigo mismo acerca del posicionamiento ante una obra artística, valiéndose de dos personajes inventados que se contradicen.
‘La La Land' no es el primer musical de Damien Chazelle. Tampoco lo es ‘Whiplash’, largo o corto. El germen de la gran explosión comercial del realizador americano es su ‘Guy and Madeline’, nada más y nada menos que la versión low cost y free style de su última obra. El jazz puro de su pop-jazz. La primera coreografía firmada por Chazelle no es ese espectacular plano-secuencia que ejerce de prólogo de su gran musical de una forma tan potente que casi arranca el aplauso silencioso en la butaca al tiempo que el gran título, ‘La La Land’ aparece de forma luminosa y cálida.
No. Su primera coreografía es una de las escenas de enamoramiento más bonitas filmadas en la última década: conectados por un ritmo sólo interno y silencioso, al compás de los sonidos distorsionados de un vagón de metro, su primer trompetista de jazz, Guy, encuentra el amor entre la multitud -parafraseando el título de una de las canciones más célebres de ‘La La Land’-, filmado sin música, ni palabras, como si de una coreografía de ésta última se tratase, o de una actuación de la Studio Band de Terence Fletcher.
La revolución de Hollywood
La grandeza de ‘La La Land’ no viene de sus personajes. Probablemente tampoco de sus referencias al Hollywood clásico, o desde luego no en exclusiva. La proeza viene dada por la capacidad de su realizador para aterrizar en la ciudad de las estrellas con su mochila de estudiante de cine llena de una visión propia y personal acerca del cine y de la música y tener la astucia de abrirla disimuladamente sin temer las consecuencias.
Probablemente ‘La La Land’ no supone la revolución del musical como género, pero sí certifica la capacidad de un muchacho cinéfilo para liberar todo ese bagaje dentro de un producto comercial y hacerlo funcionar, disfrazado con lentejuelas, como pieza única y al mismo tiempo accesible. Un movimiento arriesgado, que de nuevo como en todos sus anteriores trabajos, le pone entre las cuerdas, abriendo un debate siniestro acerca del elitismo cultural y la cultura pop, bien sea aplicada a la música o al cine; para Chazelle, que comparte gustos con los personajes de todas sus obras, ambos elementos son indistintos.
Si en ‘Whiplash’ el precio de la fama, entendida de forma elitista y exclusiva, era renunciar al amor y al afecto en aras del trabajo duro y obsesivo, competitivo, ‘La La Land’ en cierto modo mantiene el debate y lo eleva más allá, preguntándose por el significado de la búsqueda de una cierta calidad artística elitista, si eso implica alejarla del público y, en el fondo, dejarla morir.
Un debate interno que representa claramente la preocupación del Damien Chazelle que, tras sentar las bases con ‘Guy and Madeline on a park bench’, con ‘La La Land’ se parafrasea a sí mismo de forma pop. Un acto por el cual se disculpa consigo y busca el perdón interno en una secuencia coprotagonizada entre Ryan Gosling y John Legend, a modo del Gilbert y Ernest de Wilde, y que nos da la clave para entender su gran obra, y punto de inflexión necesario.
El que con ‘Whiplash’ consiguió colarse hasta las entrañas de Hollywood, incluso como nominado a mejor película con una propuesta que concluye con más de 10 minutos de jazz sin cortes, puede que ahora pase a la Historia con un nuevo vistoso acercamiento a la fábrica de sueños que, sin embargo, lejos de ser inocente o superficial, no es sino un debate entre luces y sombras.
Su última gran jugada, que probablemente le valdrá varias estatuillas, marca un punto de inflexión en la carrera del joven heredero del New American Cinema y que, a juzgar por los números de taquilla y las reacciones de público y crítica, se prevé larga y exitosa. Cabe esperar su posicionamiento ante el debate propio entre elitismo y accesibilidad en su próxima propuesta cinematográfica que, ya superado el ciclo jazzísitico y aun con Ryan Gosling, esta vez, parece será alejada de la música.
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