Podríamos decir que, a lo largo del último lustro, los Premios de la Academia norteamericana de las Artes y las Ciencias Cinematográficas se han teñido de tres colores. Concretamente de verde, blanco y rojo; pigmentos que tiñen las tres franjas de una bandera mexicana que ha marcado la nacionalidad de los tres cineastas que se han alzado con cuatro de los últimos cinco Oscars al mejor director.
Este trío de oscarizados, al que se conoce en la industria bajo el mote de "los tres amigos" en una referencia al western homónimo dirigido por John Landis en 1986, está compuesto por Alfonso Cuarón, ganador en 2014 gracias a 'Gravity'; Alejandro González Iñárritu, que hizo doblete en 2015 y 2016 con 'Birdman' y 'El renacido'; y Guillermo del Toro, el último en hacerse con la estatuilla gracias a su impecable trabajo en la igualmente espléndida 'La forma del agua'.
Lejos de ser algo casual o, por mucho que insista ese tristemente presente sector racista con derecho a opinar, generado por cuestiones ajenas a lo cinematográfico, existen varios motivos que dan sentido a esta irrupción de talento desde el otro lado de la frontera y a la plenitud artística y el incontestable reconocimiento que está alcanzando desde el ecuador de esta década.
Para comprender el éxito de Los tres amigos se hace estrictamente necesario retroceder hasta el inicio de sus carreras y, a su vez, aludir al sentimiento de comunidad y camaradería que, en muchas ocasiones —y especialmente en lo que respecta a cualquier disciplina artística—, sirve de gasolina para alimentar el motor de la creatividad en horas bajas o en tiempos especialmente complicados.
La longeva relación de amistad entre Cuarón, Iñárritu y del Toro, así como el comienzo de sus trayectorias como realizadores, se remonta a la década de los ochenta: un periodo especialmente complicado para el cine mexicano tanto en términos de industria como a nivel creativo. Algo que impulsó a los tres jóvenes cineastas, cuyas aspiraciones artísticas e inquietudes temáticas iban más allá de los clichés que se estilaban por aquél entonces, a cruzar al país vecino y dar rienda suelta a sus capacidades.
De este modo, Alfonso Cuarón firmaría su debut estadounidense en 1995 bajo el título de 'La princesita' de la mano del también mexicano y oscarizado director de fotografía Emmanuel Lubezki; Guillermo del Toro sufriría las consecuencias de trabajar con estudios yanquis en el rodaje de 'Mimic' en 1997; y Alejandro Iñárritu, ya en 2003, presentaría su primera cinta norteamericana, titulada '21 gramos'. Tres filmes de naturalezas, al igual que sus artífices, completamente diferentes, que supondrían el principio de una nueva era.
Con su transición geográfica, Los tres amigos no sólo exportaron ese talento que ya demostraron atesorar en su etapa mexicana sino que, ademas, lejos de abandonar la esencia y materias propias de su país de origen, supieron adaptarlas a las necesidades, filias y paladares del público americano camufladas en sus relatos. Algo especialmente patente en esa espiritualidad latente en los filmes de del Toro, arraigados al fuerte vínculo que une a la cultura mexicana con el mundo de la muerte y lo sobrenatural.
En última instancia, haber emigrado ha permitido a Alfonso, Alejandro y Guillermo beneficiarse de la poderosa maquinaria hollywoodiense y su star-system, haciendo posible unos saltos presupuestarios en sus largometrajes que oscilan entre, por ejemplo, los cuatrocientos mil dólares que costó la ópera prima de Cuarón y los 100 millones de dólares con los que fue financiada 'Gravity' 22 años después.
Por supuesto, estas mejoras económicas, que les han permitido refinar sus técnicas narrativas hasta límites insospechados —no hay más que echar un vistazo a sus últimas obras—, no habría sido posible sin todo el esfuerzo, el sudor y las lágrimas vertidas por estos tres genios desde que arrancaron sus aventuras fílmicas. Algo que les ha hecho llegar al Olimpo del panorama cinematográfico internacional y que, seguro, les continuará dando alegrías durante los próximos años.
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