El estreno de ‘El hombre del norte’ (The Northman, 2022) puede haber sido un fiasco en taquilla en Estados Unidos —no así en España, en donde ha encadenado dos fines de semana en el número uno—, pero lo cierto es que la conversación sigue muy activa y ha dejado espacio para la controversia, quizá no la reacción esperada de la puesta de largo del director Robert Eggers en un gran estudio, pero desde luego sí en la línea de su particular sello.
No hay duda de que Eggers es un autor con una voz propia insobornable, pero su carrera aún tiene mucho que demostrar para que se le pueda considerar algo más que una voz singular dentro del cine de terror y fantástico, en donde empezó y en donde ha seguido de formas algo laterales, con cierto espejo de autosuficiencia de quien se considera por encima del material que está abordando, sin un enfoque honesto hacia la imaginación sin trueque ambigüo o justificaciones de corte intelectual.
Hay algo en lo profundo del bosque
Vemos en ‘El hombre del norte’ que quiere jugar a dos bandas, pero busca declinarse más por la facción más realista, pese a que el velo de la fantasía y la locura estén menos codificados que en su anterior película, aunque la dualidad de esta característica, entre la fábula y la historia, sigan siendo el motor de su cine, una aventura que empezó en ‘La bruja’ (The Witch, 2015), con la que no solo nos descubrió a Anya Taylor-Joy, sino que cambió de golpe la percepción del género actual, al menos desde la trinchera del cine independiente.
En su debut hacía una extensión lógica del imaginario de sus cortos ‘Hansel & Gretel’ (2006) y ‘Brothers’ (2015), asimilando la atmósfera de este último, pero recuperando el tono de cuento de su versión expresionista de los Hermanos Grimm — con estética que luego revisitaría en ‘El faro’—, pero lo hacía desde el miedo primario a las leyendas, fundiendo los temores derivados de la esquizofrenia puritana con la superstición propia de colonos en tierra extraña, en un relato sólido, aterrador y que no tenía miedo de abrazar sus aspectos mágicos.
En ‘La bruja’ había bruja, y era de verdad, el tamiz alucinado de los personajes se convertía en parte de la propia narración y el tejido de las certezas se difuminaba en un verdadero cuento con sus ideas sobre liberación femenina y empoderamiento tejidas en el envés del relato, siempre ocultas pero presentes. Además, se presentaba con encuadres perfectos, simetría enervante, iluminación natural y una relación de aspecto casi cuadrada que ensalzaba el impacto de su proyección frontal, con primeros planos que jugaban a ‘El resplandor’ y Bergman, naciendo el particular estilo del terror y fantástico asociado a A24.
Viejos lobos de mar y masculinidad tóxica
La siguiente película de Eggers era, sobre el papel, una consecución lógica de las mismas obsesiones que había mostrado en su debut. ‘El faro’ (The Lighthouse, 2018) era una traslación a imágenes en movimiento de leyendas de nueva Inglaterra, en este caso más bien una extensión de fantasía de un caso real de dos fareros en Gales en 1801 que, por cierto, ya había sido recreada en la película del mismo título de 2016.
En la versión de Eggers Willem Dafoe y Robert Pattinson pierden los papeles, tratan de matarse y acaban embriagados de leyendas, culpa, y visiones terribles que les vuelven locos. De nuevo, tal y como suena parece el material de una gran película de terror clásico, que se acompaña con una marcada mimesis expresionista, claroscuros preciosos con el sello de Dreyer y algunas recreaciones de leyendas marinas que podrían encajar en el catálogo de terrores de William Hope Hodgson, sin embargo en la película nunca acababan de funcionar como en su anterior obra.
Y esto es porque en todo momento la separación entre fantasía y realidad se trataba de dejar tan clara que las apariciones, al igual que las recreaciones de piezas de arte, aparecían porque sí, como mero vehículo ornamental. ‘El faro’ buscaba ser algo parecido a Beckett, pero no tenía una prosa ingeniosa, los aplaudidos monólogos de Dafoe eran caricaturas equiparables al viejo capitán de los Simpsons, el histrionismo excesivo de los actores parecía un juego escatológico regado insistentemente de orina y pedos.
Existencialismo vikingo y venganza
Pero su catálogo de postales y momentos, rara vez tenía conexión con el contexto psicológico de partida de la culpabilidad del protagonista, que se resolvía como una versión a medias de ‘El corazón delator’ de Poe, sin condensar con sus conclusiones. Era un tapiz muy bonito de ideas y cinefilia desordenadas y atadas con fibra sintética. Y si en ‘El hombre del norte’ parece que Eggers volvió a los encuadres y colores de ‘La bruja’, consolidando un particular universo folk horror combinable con el de su amigo Ari Aster y ‘Midsommar’, en realidad toca ciertos temas comunes con ‘El faro’ en cuanto a masculinidad y separación de realidad y leyenda.
Si en la anterior vomitaba su discurso sobre el comportamiento descerebrado de la testosterona sin control, llegando a verbalizar subrayados tan estúpidos como “si tuviera un filete ahora mismo, me lo follaría”, o con recursos tan manidos como el homoerotismo forzado de dos hombres solos, en esta camina en una línea menos clara, pero con intenciones quizá parecidas en cuanto a la representación bufa del lado peripatético de señores hechos y derechos justificando su comportamiento a través de la licencia de la tradición, las creencias, el motor inexistente de un fantasma en forma de honor y la religión.
Se ha llegado a acusar su última película de glorificar la venganza y los estandartes de la cultura vikinga que tanto son asimilados por la ultraderecha nórdica, pero en realidad Eggers sigue jugando a la burla facilona por la vía de la exageración, tanto el personaje de Ethan Hawke, como el protagonista, creen en su propio honor, se autoconvencen de la existencia del Valhalla y la película a veces parece querer burlarse de esos mismos rituales, de los gritos de los berserkers y la inutilidad de la venganza, rompiendo los esquemas de Amleth cuando se entera que su madre no quiere ser rescatada.
¿Esteta ensimismado con su reflejo o autor?
Como en ‘El faro’, ‘El hombre del norte’ se queda a medio camino en su revisionismo, dejando algunos exabruptos histéricos –bastante más controlados que en la anterior— sin verdadero poder incisivo, con algunos puntos de humor involuntario que empiezan a dejar señales de que el indudable talento visual de Eggers agradecería un guionista externo, y una mirada con perspectiva que reubicara su posición como autor absoluto a un esteta con ojo clínico y obsesión por el detalle, pero no necesariamente dotado para la fluidez narrativa.
A día de hoy, la mejor película de Robert Eggers sigue siendo su debut, un hecho que persigue a muchísimos grandes directores, pero que es posible que llegue a igualar en un próximo proyecto dentro de limitaciones de escala que suelen jugar a su favor. La habitual cita cinéfila de su cine, desde Andréi Tarkovski y otros virtuosos de la Unión Soviética, a Jean Epstein, sigue buscando el equilibrio de fantasía, cine de época, historia y paisajes de pesadilla de sus inicios, una ambigüedad genuina, sin necesidad de utilizar brebajes, hongos y psicotrópicos para separar la realidad y la ficción que se ha ido colando en sus últimas obras.
El poder evocador de su cine surge de sus imágenes y a veces, las palabras y los discursos teatrales en inglés antiguo, solo sirven como guijarro en el camino de sus propuestas visuales. Con su anhelada mirada a ‘Nosferatu’ en el horizonte, aunque con problemas de producción, sigue en pie la confianza en su fuerza como escultor de láminas en movimiento, con la que ha marcado el paso de mucho del cine de género actual, con películas como ‘Gretel y Hansel’, ‘Hagazussa’, ‘November’, e incluso ‘El caballero verde’, profundamente deudoras de su primer trabajo.
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