Bernardo Bertolucci (Parma, 16 de Marzo de 1941), con sus luces y sus sombras, con sus hallazgos y sus limitaciones, continúa siendo, y probablemente será siempre, un coloso de esto del cine. Uno de los pocos cineastas actuales que pueden llamarse artistas. Aunque su carrera es desigual, irregular y desmedidamente ambiciosa, este patriarca del cine europeo se sabe en un lugar privilegiado de las últimas décadas del cine por su fuerza poética, su impresionante dominio de las herramientas cinematográficas, su mirada libre y revolucionaria. En pocos grandes artistas como en él se da la paradoja de que sus más grandes filmes no están exentos de profundas grietas, de imperfecciones salvajes que erosionan su solidez. Y, sin embargo, esas aristas, esas imperfecciones, otorgan a su obra una mayor fascinación, la hacen más nítida y apasionante. Ayer cumplía setenta años, nada menos, mientras que Italia cumple hoy ciento cincuenta en su unificación. Hasta en un asunto tan azaroso como las fechas, Bertolucci parece destinado a la notoriedad cultural, y a ir de la mano con el destino de su país.
Un país, Italia, sumido en una profunda crisis cinematográfica (más o menos, como casi todo el continente europeo), sobre todo en cuanto a identidad, en cuanto a industria, y que quizá necesita de un gran maestro como él más que nunca para demostrar que sigue vivo y que tiene cosas que contar. Porque ya desde su adolescencia estaba claro que Bertolucci pronto ingresaría en la élite de la intelectualidad europea, y que se convertiría en uno de los artistas más prominentes del continente en el último tercio de siglo. Su irrupción en el cine italiano con ‘La commare secca’ (1962) sólo es el colofón a una actividad frenética en la poesía, en la política, en la cultura de una Italia convulsa (como casi siempre), social y culturalmente, y un desafío a los patrones cinematográficos de su país, siempre dispuesto a dormirse en los laureles de los géneros y de los vetustos clásicos de antaño. El joven eterno que siempre será Bertolucci (¿o acaso no son apasionadas obras de adolescencia y descaro sus últimos largometrajes, más libérrimos que nunca?), significa para el cine europeo de los setenta y ochenta algo parecido a lo que Coppola (otro gran olvidado, otro coloso) al cine americano de la misma etapa: revolución cinematográfica.
Luchar con la cámara
Ya lo decía el propio Bertolucci: “en los años cincuenta y sesenta siempre estaban los mismos: Rossellini, Visconti, Fellini… ¡y no había nada más!”. En ese contexto, que por desgracia conocemos de sobra en una cinematografía como la española, el surgimiento de directores tan dispares y descarados como Leone, Argento o el propio Bertolucci, es algo así como una inyección de vida, de anhelo por un cine que mirase directamente al futuro, sin complejos. De entre todos ellos, fue Bertolucci el más ambicioso, el más enérgico y valiente. Pero sobre todo el más poético, porque no hay nada más insurrecto que la poesía. Y si ‘La commare secca’ fue importante, aún más lo fue ‘Antes de la revolución’ (‘Prima della rivoluzione’, 1964), y todavía más aún ‘El conformista’ (‘Il conformista’, 1970). En este trío de películas, Bertolucci fundía, como si tal cosa, el cine de género con el neorrealismo, el discurso político con el cinematográfico. Y tiene un enorme mérito que hiciera esas películas durante la durísima recesión económica del cine italiano. Ya se había ganado un nombre como cineasta pero no tenía pensado quedarse en los límites de la industria de su país.
Considero a ‘La estrategia de la araña’ (‘Strategia del ragno’, 1970), pese a su pericia, un Bertolucci más forzado, que estaba deseando pasar a otra etapa. Una coda artififical a sus primeras películas. Por eso creo que ‘El último tango en París’ (‘Ultimo tango a Parigi’, 1972), probablemente una de las películas más famosas y polémicas de los años setenta, sobrevalorada por unos y despreciada injustamente por otros hasta el hartazgo, es más una declaración de principios que una película. Y esa declaración venía a decir, poco más o menos: “me importa poco lo que se espere de mí, y aún menos los cánones actuales del cine de autor”. Con un Brando fantástico, maduro y que venía de resucitar con su mítico Vito Corleone de ‘El padrino’ (‘The Godfahter’, F. F. Coppola, 1972), y con una sensual Maria Schneider, Bertolucci dinamitaba las convenciones del relato amoroso para contar esta tumultuosa historia de sexo y pasión, que algunos se tomaron demasiado en serio y otros demasiado en broma. Lo más importante: que fue un gran éxito y que Bertolucci pudo preparar su más ambiciosa película hasta la fecha.
Con ‘Novecento’ (1976) me pasa algo parecido a lo que me sucede con ‘Érase una vez en América’ (‘Once Upon a Time in America’, Sergio Leone, 1984): la primera hora, más o menos, me parece sublime (más en el caso de la película de Bertolucci que en la de Leone, que aún así me parece magnífica), mientras que el resto, bajo mi punto de vista, es muy inferior. Aún así, ‘Novecento’ es película mítica, y algunas de las secuencias de esa primera hora se quedan fijadas en la memoria como un cine de altísimo vuelo poético, social y subversivo. Pero creo que la siguiente película de Bertolucci, ‘La luna’ (id, 1979), es más compleja y más redonda, aunque mucho menos conocida. Y lo mismo ‘La historia de un hombre ridículo’ (‘La tragedia di un uomo ridicolo’, 1981), que se alzó con el premio al mejor actor en Cannes, Ugo Tognazzi. Bertolucci parecía ser capaz de indagar en los fantasmas del sexo, de la política y del vacío existencial con fuerza inquebrantable, mostrando siempre una Europa en claroscuro decadente, sin rumbo y adormilada en la burguesía más rampante. Espaciando sus proyectos, dándoles forma poco a poco. Así llego su película más famosa y más galardonada.
Bertolucci pudo hacer la vasta y carísima ‘El último emperador’ (‘The Last Emperor’, 1987) porque ya era un director mítico, y aún más después de ella. De nuevo con el operador Vittorio Storaro, iniciaba una etapa mucho más colorista y exótica, que continuaría con la incomprendida ‘El cielo protector’ (‘The Sheltering Sky’, 1990) y con la fallida ‘Pequeño Buda’ (‘Little Buddha’, 1993). Etapa que rompería con violencia con las emocionantes ‘Belleza robada’ (‘Stealing Beauty’, 1996), ‘Asediada’ (‘Besieged’, 1998) y ‘Soñadores’ (‘The Dreamers’, 2003), una suerte de trilogía apócrifa que más que negar la inherente belleza de ‘El último emperador’ o ‘El cielo protector’, proponía un nuevo Bertolucci, un artista siempre dispuesto a regenerarse, a evolucionar, que no necesita filmar una película al año porque ya nada tiene que demostrar a nadie, y que ahora parece que va a atreverse con el 3D porque no tiene complejos. De hecho, a pesar de su avanzada edad, parece enfrentarse a su oficio cada vez con mayor ímpetu juvenil, con mayor ilusión. Marxista reconocido, hijo de poeta y poeta él mismo, orgulloso y sensible, incomprendido por parte de la crítica y público, algunos esperamos con ansia también juvenil cualquier nuevo proyecto suyo.
Entre otras cosas porque, al contrario que otros cineastas mucho más jóvenes que él, Bertolucci es de los pocos cineastas actuales capaces de comprender el verdadero potencial del cine como arte.