Que la naturaleza y frutos de la creación artística están estrechamente ligados a las experiencias vitales del artista es un hecho prácticamente irrefutable que se ha visto reflejado en infinidad de largometrajes, ya giren en torno al mundo del cine, la música, la literatura o la pintura, por poner algunos ejemplos.
Por supuesto, la danza no es una excepción, siendo una disciplina única, de un alma y energía muy peculiares; características que Icíar Bollaín ha logrado capturar a la perfección, convirtiéndolas en herramientas troncales a la hora de edificar 'Yuli', su último largometraje, en el que explora con una decepcionante irregularidad la vida del afamado bailarín cubano Carlos Acosta.
Analizar 'Yuli' en su totalidad, como conjunto, implica vislumbrar dos mitades bien diferenciadas; atesorando la primera de ellas, en la que Bollaín se vuelca en retratar la dura realidad de un joven Acosta en La Habana, un magnetismo y una capacidad para cautivar únicos que potencian la vis dramática del largometraje mientras nos sumergen en la situación personal y familiar de su protagonista.
Estos pasajes, costumbristas y filmados con una naturalidad asombrosa, representan la vis más —agri— dulce de 'Yuli'; destacando gracias al mimo con el que se desarrolla la acción y se construyen los cuidados personajes, y al modo en que la directora se las arregla, sin abandonar las bases del género, para huir del biopic más arquetípico, dando forma a un ejercicio notable y preciso como la mejor de las coreografías.
Por desgracia, la libertad que caracteriza a una expresión artística como la danza también hace acto de presencia, sin connotaciones positivas, en 'Yuli'. Una vez superado su ecuador, Bollaín parece incapaz de controlar sus pulsos creativos más experimentales, dilapidando su encomiable labor en un acto que se antoja autocomplaciente y rimbombante.
Sirviéndose de la estructura no lineal de la cinta, varias escenas en las que se representan pasajes de la vida de Acosta a través de unas espectaculares coreografías salpican constantemente el metraje, entorpeciendo la narración de un modo exasperante y generando la sensación de que los 109 minutos de duración superan, con creces, las dos horas.
Con un reparto brillante y entregado, y una ejecución hermosa y acertada, 'Yuli' se erige como una enorme decepción incapaz de mantener su genio durante la totalidad de su relato, revelándose como una película que demuestra que, incluso en un campo tan visceral como el arte, y siempre con la mente enfocada al público, ciertos límites y una buena dosis de autocontrol son siempre necesarios.
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