El australiano Craig Gillespie, cuya ecléctica carrera te incluye desde ‘Noche de miedo’ (Fright Night, 2011) a la extraña ‘Lars y una chica de verdad’ (Lars and the Real Girl, 2007) se encarga de realizar una biografía sobre la desdichada patinadora artística Tonya Harding planteando algunas cuestiones sobre la culpabilidad y el individuo frente a la sociedad, poniendo como ejemplo el complejo caso que acabaría prematuramente con la carrera de Harding.
El guion de Steven Rogers no inventa excusas para los temas que trata, pero sí consigue que la película gire en torno a ellas. Por ello, su algo anacrónico formato semidocumental es totalmente adecuado para demostrar que las verdades absolutas no existen a pesar del formato. Gillespie no solo reconoce una desconexión entre realidad y ficción, sino que se alimenta de ella proponiendo un tono de comedia sin que esta maquille el drama real del personaje pero sin permitir que el drama degrade la cáustica de su humor.
Afilada como cuchilla sobre hielo
‘Yo, Tonya’ (I, Tonya, 2017) tiene como protagonistas a individuos que no han tenido demasiadas oportunidades en la vida, por ello los explora dentro de un contexto satírico y algo simbólico. La pista de patinaje es como un microcosmos de la sociedad, y un laboratorio de pruebas para estudiar los privilegios de clase y cómo estos se aplican a todos los ámbitos de la vida, especialmente al arte. Todo el bagaje de penurias de la vida Harding no se miran con paternalismo o lástima, sino con ánimo casi sociológico.
¿Quién es más campeón, el que se dedica 24 horas a entrenarse porque tiene un entorno económico y social que lo favorece o el que necesita trabajar horas extras para poder permitirse un rato de entrenamiento? Gillespie nunca entra a juzgar en positivo o negativo, observa lo que sucede, los errores y los esfuerzos de cualquier ser humano, dentro de un entorno opresivo en el que todo lo que vemos nos resulta irónico, pese a tener un fondo definitivamente trágico.
Para ello, el director se sirve de recursos como romper la cuarta pared en momentos impredecibles de la narración, es decir, durante muchos momentos bastante dramáticos o hilarantes, un personaje se dirige brevemente al espectador. Una técnica similar utilizada por Adam McKay en ‘La gran apuesta’ (The Big Short, 2015), en la que también aparecía Margot Robbie, para explicar datos económicos pero con el efecto inverso, retorciendo más la verdad, en cuanto a que cada protagonista ve las cosas a su manera.
Margot Robbie, una zumbada adorable
Robbie, cuya actuación tiene nominación al Premio de la Academia, es la antítesis de su aparición en la obra de McKay (sexy, con una copa de champán en la bañera). Su excelente interpretación de Harding dibuja a una mujer áspera y ruda sin la necesidad usar un maquillaje extremo, demostrando que tan solo la actitud puede convertir el glamour en lo esperpéntico. La actriz consigue sacar el lado más punk de la deportista, y al mismo tiempo la convierte en una niña grande que logra conmover con su postura ingenua hacia el entorno envenenado que oprime su existencia desde pequeña.
Si Robbie brilla, el personaje de su madre es digno de un spin-off. Allison Janney consigue dibujar un monstruo tan aterrador como desternillante. Y es que Gillespie extrae la comedia de los rincones más agrios del comportamiento humano. Su presentación de los delincuentes de poca monta y parias poco avispados que rodean a Tonya, llega a recordar a cómo veríamos a personajes de los hermanos Coen si los consiguiéramos captar con una cámara en la vida real. Sin embargo, en los momentos en los que se muestran las diferentes facetas del abuso y otros temas perturbadores, sabe cuando parar la broma.
De hecho los recoge con tal frialdad en tercera persona, que impacta el doble al poder experimentar los dos lados del drama, tanto el suceso en sí como el complejo cepo emocional que muestra la indefensión a un nivel mucho más allá del ámbito de la elección personal. En definitiva, nunca se juzga ni se compadece desde la posición de privilegio, sino que observa y reescala un problema a nivel doméstico en el contexto de la sociedad que nunca hace lo que podría, sino que tiende a estigmatizar y agravarlo.
El biopic es una excusa
Al contrario que otras películas deportivas sobre figuras, sean más o menos discutidas, el filme está menos interesado en el viaje interno, la dimensión psicológica del personaje, que la asociación con los factores que casi telegrafían que la historia no va a acabar bien aunque no sepas los hechos reales. Los prejuicios y el elitismo de los jueces de patinaje artístico, la hipocresía sobre la imagen proyectada en Norteamérica son suficientemente concluyentes para situar la gravedad de los hechos.
El condicionamiento de muchos padres a sus hijos deportistas, un sistema educativo demasiado ocupado en la competitividad y no en proteger a los que no tienen las mismas oportunidades, facilitando los destinos junto a “malas compañías” como el marido de Harding y su círculo. Todos los temas son picoteados, quizá deteniéndose demasiado en los momentos previos al “incidente” pero logra utilizar las hazañas y miserias del personaje para hacer un comentario social que trasciende el retrato.
Pero además, demonios, ‘Yo, Tonya’ es condenadamente divertida. Su cinismo afilado provoca enseguida una complicidad con el espectador, quizá porque juega con la ventaja de ser lo suficientemente honesta y plenamente consciente de sus limitaciones. Hay humor y tristeza, textura documental frente a dramatización, una dualidad que consigue crear un tono único del que Gillespie no solo sale airoso, sino que se permite reenfocar de nuevo la historia hacia al personaje en un hermoso plano final que alude a la capacidad de levantarse y empezar de cero de Harding.
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