Deje de decir mentiras sobre mí y yo dejaré de decir verdades sobre usted
En 1950 Anthony Mann dirigió tres films. Concretamente tres westerns, el género por el que el director es por lo general recordado. Por un lado ‘La puerta del diablo’ (‘Devil’s Doorway’) —poderoso western con Robert Taylor en el papel de indio— y ‘Las Furias’ (‘The Furies’); por otro ‘Winchester 73’, con la que Mann se adentra en un nuevo territorio, empezando además su fructífera relación con James Stewart. A partir de ahí, los films del director son los que alcanzaron la popularidad y éxito crítico.
Sin embargo la etapa primeriza de Mann es injustamente la menos conocida por el aficionado. En aquellos años el director natural de San Diego era un experto en el Film Noir. Sus cintas casi siempre tenían una atmósfera claustrofóbica —véase la magistral y no “oficial” ‘Orden: Caza sin cuartel’ (‘He Walked By Night’, 1948)— y representan la otra cara de la moneda de lo que vino después. Mann pasó de los espacios cerrados a las extensas llanuras.
De hecho, tanto el western citado como el que nos ocupa son en realidad una más que clara transición del mundo de las sombras a los cielos nubados del oeste más salvaje. Dos películas que actúan de puente entre esas dos partes bien diferenciadas de su filmografía. ‘Las Furias’ lo representa en toda su grandeza. Un western de claro tono noir que Mann dirige con un alto sentido del equilibrio ético/estético, y cuyo argumento parece una gran tragedia griega. Los enormes Walter Huston y Barbara Stanwyck a la cabeza.
Una tragedia griega
Con un guion de Charles Schnee —que tiene en su haber los libretos de films como ‘Río rojo’ (‘Red River’, Howard Hawks, 1948) o ‘Cautivos del mal’ (‘The Bad and the Beautiful’, Vincente Minnelli, 1952)—, que adapta la novela de Niven Busch, ‘Las furias’ relata la pasional historia de la familia Jeffords, comandada sobre todo por el patriarca y su hija preferida. Huston, en la que sería su última interpretación para el cine, y Stanwyck ganándole la partida, por entender mejor su personaje y el tipo de interpretación que necesita.
Walter Huston —padre del director que mejor retrató a los perdedores— era una gran estrella. Le gustaba no hacer caso de las órdenes de directores noveles, y Mann en cierto modo lo era, al menos para el genial actor. Huston hizo lo que le dio la gana en un rodaje que fue un poco infernal, desoyó por completo a Mann y construyó su personaje —por cierto, muy similar en ideología a Donald Trump— como mejor le pareció. Algo de los tics teatrales puede apreciarse en su, por otro lado, extraordinaria composición.
Viéndolo de cerca, parece como si la interpretación del veterano actor fuese acorde con la psique de su personaje, abocado a un tiempo que se acaba, enfrentado a la mujer que probablemente más le ha amado: su propia hija. El complejo de Electra bucea todo el rato por la película. Las miradas entre Stanwyck y Huston son colosales al respecto, y las decisiones de sus personajes de casarse con personas que le recuerdan al otro, un muy malicioso e inteligente detalle de guión. Mann le saca el máximo provecho con las interpretaciones de una muy humana Judith Anderson y un limitado Wendell Corey.
El drama de sombras y luces
Antes de que Mann abriese el plano para fundir a personaje y escenario en inusual armonía, el director efectuó aquí una operación contraria. Con la ayuda de Victor Milner y Lee Garmes —éste sin acreditar— la puesta en escena de Mann, con una muy inspirada planificación y encuadres arriesgados, encierra a sus personajes dentro de la influencia de Las furias, el rancho de T.C (Huston). Atención al momento en el que Vance (Stanwyck) tira unas tijeras al rostro de Flo (Anderson) desfigurándola. Un instante intenso que culmina con la marcha de Vance del lugar seguida por una cámara que señala la tristeza y solemnidad del momento.
‘Las Furias’ es un film violento, como muchos de los trabajos de su director. Una violencia casi atávica, que enfrenta prácticamente a todos los personajes. Es especialmente llamativa la secuencia del ataque a la comunidad del mexicano Herrera (Gilbert Roland). Los encuadres enfrentados recuerdan al expresionismo alemán, incluso al cine de Sergei M. Eisenstein, y encierran a personajes al límite de sus vidas. El ahorcamiento de Herrera a manos de los hombres de T.C. es todo un ejemplo de catarsis emocional mediante la imagen.
Un Western Noir con diálogos brillantes —muchos, caso del del inicio— que como en buen negro ayudan a avanzar la historia. Incomprensiblemente ignorada aún a día de hoy —en su momento fue un fracaso comercial en todos los lugares en los que se estrenó, tardando tres años en llegar a nuestro país, precedida de muy mala prensa—, se trata de una de las obras maestras de su director, a reivindicar urgentemente.
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