‘La última cacería’ (‘The Last Hunt’, Richard Brooks, 1956) es el primero de los tres únicos westerns que dirigió su director —los otros dos son los espléndidos ‘Los profesionales’ (‘The Profesionals’, 1966) y ‘Muerde la bala’ (‘Riding the Bullet’, 1975)—, una especie de preámbulo al western crepuscular que directores como Sam Peckinpah desarrollarían concienzudamente en años posteriores. Brooks fue nominado en varias ocasiones al Oscar en las categorías de director y guionista consiguiendo la dorada estatuilla por lo segundo como autor del libreto de la poderosa ‘El fuego y la palabra’ (‘Elmer Gantry’, 1960) —por la que también recibió su único Oscar Burt Lancaster en una interpretación memorable— y se acercó al género cinematográfico por excelencia aterrado por la matanza de bisontes acaecida a finales del siglo XIX en suelo estadounidense, cuando se luchaba contra los indios acabando con unos y otros por el provechoso futuro de una nación siempre en el punto de mira del resto del mundo.
Con la figura del cazador —omnipresente en infinidad de westerns— Brooks realiza un film en el que se mezcla con bastante pericia denuncia, drama, acción e incluso unas gotas de terror, amén de un uso espectacular del paisaje, que haría las delicias del Anthony Mann más inspirado. Film poco conocido —se exhibió en programa doble junto a ‘Pete Kelly´s Blues’ (Jack Webb, 1955) de la que hablaremos un año de estos— contiene para sorpresa de todos matanzas reales de bisontes llevadas a cabo por expertos tiradores del gobierno durante la filmación de la película para reducir un manada de bisontes, práctica muy habitual en aquellos días. A día de hoy resulta literalmente repugnante y denunciable. El verismo de dichas secuencias no deja lugar a dudas, y la sabia utilización de las mismas por parte de Brooks es ejemplar por cuanto logra su objetivo: demonizar un genocidio que también se dio con la población india.
Robert Taylor y Stewart Granger, que ya habían coincidido en la película de avneturas ‘Todos los hermanos eran valientes’ (‘All the Brothers Were Valiant’, Richard Thorpe, 1953), dan vida a los antagonistas de ‘La última cacería’. El primero interpreta a Charley, un adinerado hombre que busca un socio para dedicarse a la caza de bisontes por cuyas pieles se gana un montón de dinero, mientras que el segundo es Sandy, experto cazador que ve como sus días de gloria han acabado mientras comprende que matar es el hecho más horrible que el ser humano puede cometer. Todo lo contrario de lo que piensa Charley, cuya adicción a matar indiscriminadamente le obsesiona hasta límites insospechados. En el enfrentamiento psicológico de ambos personajes Brooks basa todo el peso del film que mejora progresivamente hasta llegar a un final estremecedor del que no me extrañaría nada que Stanley Kubrick tomase prestado algún apunte para su laureada ‘El resplandor’ (‘The Shining’, 1980).
Los que en un principio parece un western más sobre cazadores se va conviertiendo en un relato claustrofóbico que expone sin concesiones lo peor y lo mejor del ser humano con un muy leve poso de esperanza. Mientras parece muy claro que Charley y Sandy, a los que une la necesidad imperiosa de sobrevivir en un mundo cada vez más cambiante, son totalmente opuestos desde el primer momento en el que se encuentran —en el que Charley salva aparentemente la vida de Sandy—, el conflicto se acrecenta cuando un personaje femenino —una india a la que da vida Debra Paget, un poco por debajo de sus compañeros de reparto— entra en escena, representando los intereses de ambos personajes, uno porque se enamora de ella y otro que la hace suya por satisfacer su ego. Atención al instante en el que Granger, celoso de Charley, escucha de fondo una conversación entre sus dos acompañantes —un Russ Tamblyn entregado aunque el personaje es un poco ridículo, y un genial Lloyd Nolan— en la que uno le pregunta a otro si ha visto a alguien tan rápido con el revolver como Charley obteniendo como respuesta un terrible no. En ese momento el espectador sabe, al igual que Sandy, que este tarde o temprano tendrá que enfrentarse con Charley.
Es en ese trágicamente demorado enfrentamiento final donde ‘La última cacería’ alcanza sus cotas más altas, dejando aparcada su clara denuncia contra la matanza indsicriminada de animales, y sumergiéndose en los terrenos del western psicológico tan de moda en aquellos años, al mismo tiempo que acaricia el cine fantástico. Así lo indica a mi aparecer ese espléndido tramo final, de atmósfera fantasmagórica —una casi infernal nieve baña esos momentos— en la que lo que parece un castigo divino —una piel de búfalo blanco es el mcguffin al respecto— termina por inclinar la balanza hacia una de las dos caras de la misma moneda representada en los dos personajes principales. Charley representa lo peor del hombre, falsamente educado, ignorante y peligroso; y Sandy es la madurez, el haber comprendido esa parte que todo ser humano posee y se debe vencer. Brooks lo muestra poco a poco y mostrando en ambos una zona de grises en las que no son ni buenos ni malos.
Merece destacarse el trabajo de fotografía de Russel Harlan —firmante de la foto de obras maestras como ‘Testigo de cargo’ (‘Witness for the Prosecution’, Billy Wilder, 1957), ‘Rio Bravo’ (Howard Hawks, 1959) y ‘Matar a un ruiseñor’ (‘To Kill a Mockingbird’, Robert Mulligan, 1962)— que filma por un lado unos maravillosos paisajes en los que vemos estampidas de bisontes con unos cielos muy claros y resplandecientes, y por otro noches y tormentas de nieve utilizadas como si se tratase de un personaje más al influir psicológicamente en el personaje de Charley que termina bordeando con la locura. El resto viene dado por la poderosa mirada de Brooks, que nos dejaba uno de sus films menos conocidos pero que es uno de los mejores de su imprescindible filmografía. El éxito o el fracaso es a veces algo incomprensible.