En el año 1950 y tras dos ediciones sin celebrarse a causa de la Segunda Guerra Mundial, el Mundial de fútbol se celebró en Brasil, donde la selección de dicho país fue vencida por una superior Uruguay, bautizando a dicho encuentro como Maracanazo, algo de lo que todavía se sigue hablando hoy día. Si en el fútbol los brasileños no pudieron demostrar su valía, en el séptimo arte y tan sólo tres años después, se realiza ‘Cangaçeiro’ (‘O cangaçeiro’, Lima Barreto, 1953), clásico por excelencia de la poco conocida por estos lares cinematografía brasileña.
Cangaçeiro significa bandido, y el origen de la película hay que buscarlo en los westerns americanos de la época, a los que Barreto rinde un sentido homenaje con una película que en su momento fue recibida con gran éxito en el Festival de Cannes, donde ganó el premio a la mejor película de aventuras. Y eso es lo que es ‘Cangaçeiro’, una excelente película de aventuras en un marco violento, que habla sobre hacer lo correcto y el amor por la tierra.
La película da comienzo con las andanzas de un grupo de bandidos que se resisten a pasar por el aro del gobierno, negándose al avance técnico. Sobresalen en ese grupo el cabecilla, el Capitán Galdino Ferreira (Milton Ribeiro) y su amigo Teodoro (Alberto Ruschel), verdadero protagonista del relato. Un bandido que cae enamorado de una maestra a la que tienen secuestrada y que éste decide liberarla porque, como él mismo dice en cierto instante, es la obra buena de ese año en una vida dedicada a la delincuencia.
Así pues se inicia una persecución tras Teodoro y la maestra (Marisa Prado) por parte del resto de la banda, mientras ésta debe enfrentarse también a agentes del gobierno que han salido a capturarles. Intereses contrapuestos con motivaciones que van desde la rebelión al sistema, la ley, y cómo no, el amor, tal vez la más poderosa de las razones. Una cacería llena de violencia, y en la que destaca la unión de los personajes con el paisaje, que haría las delicias de Anthony Mann. Concesiones al espectador, las mínimas. Y un marcado atavismo que quedará enterrado bajo los sentimientos enfrentados de los personajes.
Magistral sencillez
Llama la atención la puesta en escena de un Barreto realmente inspirado que no para de mover la cámara en secuencias nocturnas, e incluso de carácter íntimo, con una planificación que, combinada con el montaje, enfrenta a los personajes cada vez más. En otros instantes el director opta por el plano fijo, y la violencia, cruda como pocas, es narrada fuera de campo en no pocas ocasiones. Economía de medios que apenas se nota gracias a la capacidad de síntesis de Barreto y la inspirada sutileza a la hora de mostrar lo que piensan los personajes. Sirva como ejemplo el triángulo amoroso propuesto en la secuencia alrededor de la hoguera, al compás de una de las bellas canciones que adornan el relato.
Canciones que además de vestir la historia la complementan, cánticos de libertad y amor en un mundo lleno de violencia que avanza a marchas forzadas y no perdona nada. Es imposible pasar por alto el fatalismo al que parecen abocados los personajes centrales, presos en cierto modo de su propia forma de vida, gobernado por la violencia y la maldad. Los primeros planos de personajes secundarios, impávidos ante la violencia de su jefe, lo dicen absolutamente todo, reflejo de la indiferencia popular ante las injusticias, mensaje que no se ha quedado viejo en absoluto.
‘Cangaçeiro’ posee un clímax extraordinario mediante una secuencia muy tensa que lleva a Teodoro a cumplir el deseo de su némesis, quien le da una oportunidad, remota, de salir con vida. Una caminata hacia la libertad con disparos como banda sonora que crean una tensión inaguantable en el espectador, ya a esas alturas embriagado por la arrebatadora historia de un hombre malo, enamorado e incapaz de dejar la tierra en la que nació, aquella por la que se puede llegar a matar y morir. Una joyita de un Brasil de otra época, atemporal en su sencillez y su contundencia.
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