-Mi miedo es mi maldición, ¿cuál es la tuya?
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‘El último hombre’ (‘Last Man Standing’, Walter Hill, 1996) es ante todo un western. Y un Film Noir. Y un drama. Y una película de acción. Pero ante todo un western ambientado en un pueblo perdido en medio del desierto entre Texas y México, un lugar indeterminado que transcurre en medio de la ley seca que azotó los Estados Unidos entre 1919 y 1933. Un western brutal y violento, una de las mejores películas de su director, que para la ocasión realizó un ejercicio cinéfilo y cinematográfico nunca lo suficientemente valorado.
Tras el fracaso de sus dos films anteriores, ‘Gerónimo’ (‘Geronimo: An American Legend’, 1993) y ‘Wild Bill’ (id, 1995), Hill se embarcó en una empresa arriesgada, la de evocar el violento y lejano oeste en una época en la que el western intentó resucitar, contando para la ocasión con uno de los actores más taquilleros de aquellos años, Bruce Willis. Una vez más el público no respondió, quizá no demasiado motivado por un film que parece pertenecer a otro tiempo. Pero se trata de un juguete cinéfilo, íntimo y visceral, prácticamente único.
‘El último hombre’ es el segundo remake de ‘Yojimbo’ (Yôjinbô’, Akira Kurosawa, 1961) tras ‘Por un puñado de dólares’ (‘Per un pugno di dollari’, Sergio Leone’, 1964). Kurosawa, que era un amante de los westerns, trasladó el mítico género al mundo de los samuráis tomando además como base argumental la novela de Dashiell Hammett ‘La cosecha roja’. Leone, con acuerdo judicial de por medio, hizo la respuesta italiana, y Walter Hill la estadounidense logrando la mezcla más equilibrada de géneros que se haya visto en mucho tiempo.
Un western violento
La historia es de sobra conocida por todo amante de las películas citadas. Un hombre con oscuro pasado, aquí de nombre John Smith —uno de los nombres más comunes que puedan existir, probablemente como seudónimo, y sobre el que se bromea en el film—, recorre las desérticas carreteras del sur de Texas a bordo de su Ford Coupe Modelo A, fabricado en 1928. Un primer plano del logotipo de Ford en el frontal del coche concreta un poco más la época en la que se sitúa la acción. Su llegada al casi pueblo fantasma Jericho alterará el enfrentamiento entre las dos banda de mafiosos rivales del lugar.
Mientras Smith se vende al mejor postor, jugando con ambas bandas, Hill se lo pasa en grande realizando el que probablemente sea su homenaje más sentido al western, en el que además hay muchas gotas del cine de gangsters, misturando así los dos géneros puramente estadounidenses por excelencia, el western y el Film Noir. Los coches de los años veinte representan los caballos, levantando aún más polvo cuando arrancan o parten en ellos hacia enfrentamientos verdaderamente violentos, en la mejor tradición de Sam Peckinpah, con visita a México incluida.
En el guión, obra del propio Hill, éste reescribe la historia haciendo especial énfasis en los personajes femeninos, prácticamente los causantes de todos los conflictos a los que Smith se suma. El héroe de la película salvará de una muerte segura a varias mujeres, utilizadas como meros objetos sexuales, marcando así el abierto carácter machista de muchos de los personajes. También, una india secuestrada por uno de los mafiosos, será también parte importante en la motivación de dos de los antagonistas de la historia, Smith y Doyle, uno de los mafiosos del lugar.
Visceral romanticismo
Es ese punto lo que separa esta versión de las anteriores, además de aumentar la violencia aumenta la emoción al convertir un asunto de dinero en un ajuste de cuentas por una mujer secuestrada y que sólo quiere volver al lado de su hija pequeña. Así pues Hill realiza otro de sus encomiables trabajos de síntesis, en el que la razón más antigua del mundo da paso a una catarsis colectiva y ultraviolenta. Mirando siempre hacia atrás, añorando un lugar y un tiempo que ya no existen. Atavismo puro y duro. El Hill más auténtico y visceral.
A Bruce Willis, que logra una de esas interpretaciones lacónicas en la línea del género, le acompaña su propia voz en off, eco de las historias de detectives del cine negro. A su lado destacan Bruce Dern como el pasivo sheriff del lugar y que encuentra el talón de Aquiles de Smith —las mujeres—, y cómo no, Christopher Walken, villano de categoría, también marcado por su pasado y que arregla la cosas con violencia. Se dejan ver en el film la hoy más conocida Leslie Mann, y Michael Imperioli, jugando ya a ser mafioso incontrolable.
Con una atmosférica banda sonora de Ry Cooder —sustituyó a Elmer Bernstein porque a Hill no le gustó lo que éste compuso—, un impecable trabajo de fotografía de Lloyd Ahern II, Walter Hill no se corta ni lo más mínimo en mostrar la crudeza de una historia sencilla y violenta que, con el marcado romanticismo del héroe solitario, semeja el último acto de amor, a modo de aullido, hacia el western perdido. En un lugar que se deshace poco a poco, al que el viento y la lluvia azotan sin compasión, exagerando personajes, tratándolos con crueldad.
Jerichó desaparecerá como el propio género, justo después de que el último hombre quede apenas en pie. Y otra historia será narrada. Lamentablemente el siguiente trabajo de Walter Hill no se parece en absolutamente nada a lo que dirigió con anterioridad.
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