“No importa cuánto dinero gane, señor Gekko, nunca será rico”.(Jake Moore)
Frases como ésa son las que quiebran y acaban derrumbando el último trabajo de Oliver Stone, ‘Wall Street: El dinero nunca duerme’ (‘Wall Street: Money Never Sleeps’, 2010), una secuela que resulta tan innecesaria y absurda como lo parecía cuando se anunció. El film, escrito por Allan Loeb y Stephen Schiff, arranca en 2001, presentando a Gordon Gekko (Michael Douglas) saliendo de la cárcel tras cumplir su condena; recupera sus objetos personales y sale a la calle, descubriendo que nadie le está esperando. Y entonces pasan otros siete años más; ahora Gekko ha escrito un libro de éxito y da conferencias, a las que acuden un montón de jóvenes admiradores.
Así es como Gordon conoce a Jake Moore (Shia LaBeouf), que se presenta como el prometido de su hija, Winnie (Carey Mulligan, aprovechando el momento). Apoyados en ese vínculo, los dos hombres intentan ganar algo; Jake recibe información y consejos de Gordon que le permiten progresar profesionalmente, mientras que éste consigue acercarse a su hija, a la que no ve desde que estaba en prisión. A partir de estos ejes argumentales, Stone pretende construir un relato actual sobre la codicia, crítico con la actual situación económica, pero que carece de la energía y la agresividad de la primera ‘Wall Street’ (1987). El cineasta no encuentra nunca el tono y se pierde intentando darle forma a un flojísimo y conservador melodrama que se apoya en dos ideas esenciales: el dinero destruye, y la familia da la felicidad.
Al igual que ocurría en la primera parte, la columna vertebral de ‘Wall Street: El dinero nunca duerme’ no tiene a Michael Douglas como protagonista, y eso que otra vez el suyo es el personaje más interesante de todos los que pueblan el universo dirigido por Stone. Desafortunadamente el papel principal lo interpreta Shia LaBeouf, uno de esos actores que tienen la fortuna de estar en el sitio y el momento correcto, de contar con la ayuda de influyentes veteranos para iniciar una carrera de la que no disfrutarían si hubieran dependido solo de su talento. LaBeouf debe ser un chico encantador, transmite eso, pero hasta ahora se ha mostrado incapaz de ofrecer más versiones de sí mismo en la pantalla, no sale del mismo personaje. Todavía resiste como un rostro popular (con él, Stone ha logrado el mejor estreno de su carrera) pero no está demostrando el potencial que Spielberg vio en él.
LaBeouf encarna a Jake, un joven ambicioso parecido al Bud Fox que interpretó Charlie Sheen en ‘Wall Street’ (por cierto, hace un divertido cameo en esta secuela, en la línea de ‘Dos hombres y medio’). Jake es el prometedor empleado de una firma que se arruina de la noche a la mañana, lo que le lleva a buscar la ayuda de Gordon. Gracias al juego sucio, Jake entra en la empresa del poderoso Bretton James (Josh Brolin), el “malo” de esta segunda parte, un hombre sin escrúpulos que sólo desea ganar más y más dinero. Era un papel para el que los productores querían a Javier Bardem; no sé si llegó a rechazarlo, pero tendría sentido, Bretton es un cachorro al lado de Gekko, y Brolin no encuentra la manera de hacerlo interesante, se limita a soltar sus frases con aire serio, sin sentimiento. A su lado destaca aún más si cabe la impagable presencia de Eli Wallach, que a sus 94 años todavía es capaz de comerse la pantalla, da igual quién esté ahí. Aún está lúcido y aún se diferencia del resto.
Mientras Jake se gana la confianza de Bretton rápidamente (nada más llegar ya eclipsa a todos con sus formidables ideas), esperando traicionarle en el momento justo, se va fracturando su relación con Winnie, que sigue sin querer aceptar a su padre y todo lo que representa (millones y lujo a costa de los ingresos de los demás). Pero Stone nos subraya que Jake es honrado y bueno, y en realidad todo lo que hace es por el bien de la chica, y del planeta; su mayor deseo es financiar un costoso proyecto de energías renovables. A todo esto, Gekko sigue oculto, esperando la oportunidad que los guionistas le tienen reservada; su personaje queda muy desdibujado, se contradice y resulta absurdo (traza un rebuscado plan que obtendría los mismos resultados de manera más clara y directa), pero da igual, Douglas está en su salsa y consigue que nos olvidemos de la fría y aburrida contienda entre LaBeouf y Brolin.
De no ser por el trabajo de Douglas, Mulligan, Wallach, Susan Sarandon y Frank Langella (sacando el máximo partido a sus flojos personajes), ‘Wall Street: El dinero nunca duerme’ sería una película insufrible. Stone (que aparece en un par de escenas) resulta de lo más cargante con su necesidad de extender el mensaje anti-capitalista (quizá debería irse a vivir a Cuba o a Venezuela, con esos gobernantes que tanto admira), invitándonos a formar familias cuanto antes y tener “trabajos de verdad”. Podría pasarse por alto todo esto si Stone estuviera inspirado con el ritmo y la puesta en escena, si ofreciese un producto visualmente potente, que minimizara las carencias, la palabrería y las cursiladas. No es así, es un producto sin pasión, mecánico, torpe (atención a la lamentable carrera de motos), que llega al ridículo cuando Stone se pone a jugar con los efectos (lo de la conversación telefónica en el coche es demencial). Se hacen eternos los 130 minutos que dura, sin duda de lo peor que ha hecho este cineasta.