Haciendo un —arriesgado— ejercicio de funambulismo teórico, podríamos llegar a la conclusión de que el prolífico subgénero del biopic y una actividad cada vez menos pulcra y reputada como la política deben compartir maniobras y estratagemas para llegar a buen puerto y resultar exitosas en su cometido; siendo una de ellas la necesidad de, no diremos mentir —que también—, sino manipular la realidad a su antojo para elaborar discursos y atraer a espectadores y votantes respectivamente.
'El vicio del poder', plenamente consciente de esto, decide romper por completo los esquemas que asociamos directamente al oír hablar de un largometraje biográfico, moviéndose con habilidad entre los límites que separan géneros y estilos; hibridando ficción y no ficción en un relato mordaz, ácido y apasionante que retrata ya no sólo a su figura central —el vicepresidente Dick Cheney—, sino a esa clase política que, a principios de siglo, transformó el mundo en el hervidero que habitamos hoy día.
La forma más arriesgada al servicio del fondo más incisivo
Lo nuevo de Adam McKay, quien se consolida como uno de los cineastas más estimulantes del panorama actual tras su inesperada 'La gran apuesta', tan sólo necesita cinco minutos para presentar unas cartas que anticipan una clase magistral sobre cómo equilibrar tonos y articular mensajes con una agilidad audiovisual impecable y un sentido del humor árido y amargo, que invita a cuestionarse en varios momentos por qué diablos te estás riendo y empatizando con unos personajes deleznables.
Sin duda alguna, la mayor virtud de 'El vicio del poder' radica en su forma. McKay edifica su narrativa tomando prestados recursos tanto del documental como de la ficción, creando un brillante monstruo de Frankenstein en el que hay cabida para el espíritu del Michael Moore más incendiario y para un trabajo de cámara calculado al milímetro cuyo leitmotiv es la proximidad a los personajes y una libertad de movimiento envidiable.
Además de esto, la sensación de riesgo a nivel formal —tal vez algo excesiva para algunos paladares— que transmite la cinta se ve muy enriquecida por elementos como el uso de material de archivo, intertítulos o una voz en off justificada dramáticamente con tanta mala baba como acierto; todo ello cortado con precisión y un ritmo endiablado en la sala de montaje y fotografiado en negativo de 8, 16 y 35 milímetros por un Greig Fraser que se eleva como un firme candidato a hacerse, cuanto menos, con una nominación al Óscar.
Acudiendo al gran número de intérpretes de renombre que aparecen en su lista de créditos, huelga apuntar que las actuaciones de 'El vicio del poder' están a un nivel superior al habitual en muchas producciones contemporáneas; ya no sólo por un Christian Bale descomunal en su papel protagonista —merecidísimo su Globo de Oro—, sino por un plantel de secundarios entre los que destaca un Sam Rockwell —cómo no— que borda su rol como George W. Bush.
Pero todo lo mencionado hasta el momento caería en saco roto si 'El vicio del poder' no emplease todas estas herramientas al servicio de un discurso sólido y que alude sin miramientos al público, canalizando a través de Cheney su diatriba sobre el nido de víboras en el que lleva varias décadas convertida la política norteamericana —y, si me apuran, la internacional—; todo ello sin un ápice de aire panfletario y con una autoconsciencia plena de su condición reivindicativa.
Más que un biopic al uso, 'El vicio del poder' conforma un repaso, tal vez perfilado a brochazos demasiado gruesos, pero totalmente necesario a nuestra historia contemporánea, indispensable para comprender la situación geopolítica actual, comprender un poco mejor por qué estamos como estamos y, lo que es más importante, conocer algo más de cerca a quienes nos llevaron hasta esta indeseable statu-quo.
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