Me vais a perdonar si, a la hora de dar forma este texto, dejo a un lado —sin abandonarlo por completo— el análisis habitual sobre el largometraje que nos ocupa para abordar ciertos temas que asaltaban mi mente mientras lo veía; estrechamente relacionados con ese duelo contantes entre una imposible —y demandada— objetividad y la subjetividad que se plantea al enfrentarse a una producción habitual y al intentar traducir su impacto en una reseña.
Quien me conozca, sabrá que soy un firme detractor de otorgar una calificación numérica a una serie o a una película. A fin de cuentas, bajo capas de técnica y narrativa, el producto resultante de un medio de expresión artística y el modo en que lo asimilamos es una cuestión de sensaciones y percepciones individuales en las antípodas de lo estrictamente matemático, y 'Alcarràs' me ha dado la excusa perfecta para poder ejemplificar estas ideas.
Y es que lo nuevo de Carla Simón, que llega a nuestras salas tras es arrollador éxito de su ópera prima 'Verano 1993' y después de levantar el Oso de Oro en el Festival de Berlín, no ha logrado abrirse paso hasta mi corazón a pesar de unos obvios logros cinematográficos que, más allá de mi gélida reacción hacia su obra, sitúan a la cineasta catalana como un tesoro para nuestra industria que cuidar como oro en paño.
Cuestión de sensibilidades (o falta de ellas)
Tras darle no pocas vueltas, puede que la mejor analogía que he encontrado para describir mi experiencia con 'Alcarràs' invita a pensar en una de esas reuniones en casa de de unos amigos que desembocan en un repaso a un álbum de fotos y recuerdos ajenos. Uno confeccionado y presentado con un mimo evidente, repleto de instantáneas tiernas y cautivadores en lo visual, pero ante el que es complicado reaccionar emocionalmente debido a la falta de conexión con sus protagonistas.
Algo muy similar a esto fue lo que experimenté durante los 120 minutos de costumbrismo casi neorrealista salpicados por paseos y duras jornadas de trabajo entre melocotoneros, inocentes juegos infantiles alejados del ruido mediático, comilonas familiares, fiestas rurales y feudos consanguíneos. Un flujo de pasajes encadenados con un ritmo tal vez excesivamente reposado para mi gusto, que se asevera al velar trama y giros dramáticos bajo el íntimo relato de los personajes y su entorno.
Por suerte, paliando mi desconexión afectiva con la cinta, los destellos de la hermosa dirección de fotografía de Daniela Cajías, las honestas interpretaciones del reparto o la puesta en escena de una Carla Simón que juega por momentos con los cánones del documental hicieron el viaje más llevadero. Pero en última instancia, son estos lazos estrechos con la realidad los que me terminan alejando mientras un conflicto sobradamente potente se diluye entre memorias que no me pertenecen antes de zanjarse con celeridad.
Expuesto todo esto, ¿qué sentido tiene dar a 'Alcarràs' una nota o, tan siquiera, una etiqueta? La respuesta, probablemente, sea "ninguno", así que lo único que me queda es celebrar su condición de altavoz para el cine Español en territorio internacional y el éxito de su autora —demencial que esta sea sólo su segunda película— mientras miro con envidia y cierta estupefacción a los muchos que se han emocionado tan profundamente con ella.
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