No importa cuántas obras literarias, teatrales o cinematográficas se sumerjan en sus complicadas y turbulentas aguas para intentar arrojar algo de luz sobre sus vastos misterios; grandes temas universales como el amor, la muerte, el destino o el inexorable pase del tiempo continuarán fascinándonos mientras, al mismo tiempo, se ocultan en los rincones más oscuros de nuestras mentes para alimentar barruntos existencialistas y conducir a no pocas noches en vela.
Como suele decirse, la inmensa mayoría de historias que puedan narrarse hoy día ya se habrán contado con anterioridad; lo cual cobra un mayor sentido cuando hablamos de materias como las mencionadas. Durante sus más de ciento veinte años, el séptimo arte las ha tratado con infinidad de formas, tonos y estilos pero, por suerte, su complejidad hace que aún haya cabida para la sorpresa.
La última muestra de esto la encontramos en 'Venus', la adaptación de la obra de teatro homónima con la que Víctor Conde debuta tras las cámaras trasladando a la gran pantalla, aunque sin perder su esencia escénica, un encantador relato que logra lo imposible: condensar en el microcosmos que genera entre las cuatro paredes de un bar las emociones más puras para hacer que nos acompañen mucho después de que los títulos de crédito marquen el final de la función.
Sobre el amor y el tiempo
He de reconocer —y esto, aunque pueda sonar contradictorio, dice mucho a su favor— que los primeros compases de la película me alejaron drásticamente de él. Su apuesta tonal, así como su espíritu heredero de los grandes nombres de la Nouvelle Vague, se encuentran en las antípodas de mis filias como espectador; algo que, sumado a la teatralidad de algunos de sus diálogos y monólogos, me incitó a mantener la distancia con la producción.
Pero, sin esperarlo, 'Venus' me cogió de la mano con firmeza y fue acercándome poco a poco a sus encantadores personajes y a su particular universo de lapsos temporales imposibles y romances inconclusos; todo ello para terminar su fantástico viaje de una hora y media con el corazón en un puño mientras veía proyectadas sus tesis sobre mis propias vivencias. Y pocas cosas mejores que esa puede ofrecerte un largometraje.
Para ello, Conde, además de su libreto, que desenmaraña sus misterios progresivamente para no soltarte ni un solo segundo pese a la cadencia pausada del conjunto, se sirve de la efectiva sencillez de la puesta en escena, de la hermosa fotografía en blanco y negro de Pol Turrents y, por encima de todo, de un notable reparto entre el que destaca Paula Muñoz, cuya mirada se convierte en un catalizador de la emoción sencillamente perfecto.
Aunque pueda sonar a tópico, no puedo menos que afirmar que nos encontramos ante una de esas cintas que, más que verse, se debe experimentar conociendo lo mínimo posible sobre sus entresijos argumentales. Y es que, como el amor, la muerte, el destino o el inexorable pase del tiempo, que una propuesta, a priori, diametralmente opuesta a tus sensibilidades se te introduzca bajo la piel como lo ha hecho 'Venus', es casi un milagro de difícil explicación.