De entre todos los temas relacionados con la creación audiovisual sobre los que se puede debatir o escribir, uno de los más espinosos es, y seguirá siendo, el concepto de “arte” y todo lo que deriva del mismo. ¿Qué es el arte? ¿Es necesario algo más que una voluntad artística y discursiva por parte del autor para catalogar su trabajo como una “obra de arte”? ¿Qué convierte a un creador en “artista” y en qué se diferencian ambos estatus?
Estos ejemplos sólo rascan la superficie de una vasta teoría del arte cuyo estudio y exposición son propensos a caer en los indeseables terrenos de la pedantería. Una pomposidad que, curiosamente, se refleja en ‘Van Gogh, a las puertas de la eternidad’; largometraje que, buscando reivindicar la figura del holandés, termina sepultándolo al mostrarse más enamorado de sí mismo que del pintor que da nombre al título.
Resultan encomiables los esfuerzos del director Julian Schnabel y, especialmente, de su director de fotografía Benoît Delhomme, por dar forma a una experiencia audiovisual que plasme en pantalla las peculiaridades de la obra y psique del protagonista, y que brinda un tratamiento plástico notable, con un uso de la luz, el color y las texturas ejemplar.
Sopor, pedantería y notables interpretaciones
Por desgracia, la falta de autocontrol del máximo responsable desvirtúa estas bondades a través del exceso, desperdiciando lo que podría haber sido un viaje memorable a través del sur francés de finales del XIX y de la mente de una personalidad excepcional. En lugar de esto, nos encontramos con una narrativa arrítmica y desesperante que dilapida el conjunto, marcada por unas interminables secuencias de montaje acompañadas de una banda sonora que reincide incansable sobre las mismas notas de piano.
‘Van Gogh, a las puertas de la eternidad’ parece manifestar secuencia a secuencia una obsesión por resultar diferente y provocativa; por aparentar ser más inteligente de lo que, probablemente, es en realidad. Sus cortes abruptos, sus entreactos engalanados con voces en off engoladas o su cámara excesivamente libre, capaz de marear en los pasajes más descontrolados y que se alza como otro recurso para reflejar la mente del personaje principal más tópico de lo que aparenta, no son suficientes como para salvar al filme del más absoluto aburrimiento.
Entre tanta autocomplacencia, un reparto entregado y de una solvencia arrolladora logra aportar las mayores pinceladas de lucidez de la película. Tan sólo una conversación de pocos minutos entre Mads Mikkelsen u Oscar Isaac —secundarios de auténtico lujo— y Willem Dafoe contiene más genio, intensidad y fuerza que cualquier otro de los fragmentos que pueblan unos innecesarios 106 minutos de metraje.
Es cuando Dafoe da rienda suelta a su talento y despliega sus dotes interpretativas en pantalla —infinitamente más merecedoras de haberse premiado con el Óscar que las de Rami Malek en ‘Bohemian Rhapsody’—, que ‘A las puertas de la eternidad’ logra sobreponerse a sus excesos y permite entrever la gran película que debería haber sido.
Pero todo termina siendo un espejismo, ya que la esta sensación no tarda en diluirse nuevamente bajo un retrato edulcorado, superficial y casi onanista —en lo que respecta a la actitud de Schnabel— de un artista que merece muchísimo más, plasmado sobre un lienzo defenestrado por las ínfulas de su creador.
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