Maddy: Sé que te gustaría que conociera a un buen hombre que me hiciera feliz…Émilie: Incluso a uno malo.
A veces no nos hace falta un fantástico guion, una sorprendente dirección, un espectacular diseño de producción o unos impactantes efectos especiales, para seguir con interés una película de principio a fin. En ocasiones nos basta con mirar a un actor o un actriz, durante el valioso tiempo que aparece en la pantalla, y sin que esté haciendo el papel de su vida, solo viviendo con la mayor naturalidad posible una historia que resulta mucho menos estimulante que su presencia, su rostro, sus gestos, o su voz. A mí al menos me ocurre, y tras comprobar que resulta decepcionante exigir demasiado a la puesta en escena (que es lo que realmente me apasiona), a menos que uno vaya a lo seguro y se quede en casa a deleitarse con obras maestras, cada vez me dejo llevar más por los intérpretes, encontrando en ellos, en su forma única de estar, comportarse, dialogar o reaccionar, ese cine que no son capaces de crear tantísimos realizadores actuales (y no me refiero solo a peleles de productores, también los autores tienden a dormirse en los laureles).
Una de esas actrices que consiguen que merezca la pena ver todas las películas en las que participa (incluso las más vacías y comerciales) es la menuda, genuina y encantadora Audrey Tautou, vinculada para siempre por el gran público con la película más famosa de Jean-Pierre Jeunet, ‘Amelie’ (‘Le fabuleux destin d´Amélie Poulain’, 2001). La francesa es la protagonista principal de la última película que he visto en una sala de cine, la comedia romántica ‘Una dulce mentira’ (‘De vrais mensonges’, 2010), estrenada en España el pasado 15 de abril con menos de 50 copias, sin que hiciera el menor ruido en taquilla. No voy a decir que os estáis perdiendo una joya, pero sí que se trata de una película sencilla, elegante y efectiva, que aunque coquetea con el empalago logra esquivarlo en su retrato de los conflictos y enredos amorosos que afecta al triángulo de personajes centrales, encarnados con frescura y convicción, sin atisbo de fingimiento. Una de esas películas que, sin ser brillantes, le tienen a uno sonriendo durante cien minutos, divertido con los líos que ocasiona una mujer que va demasiado lejos con sus buenas intenciones.
La acción de ‘Una dulce mentira’ la desencadena una ingenua carta de amor; este detalle es uno de los muchos que riegan la película de un cierto sabor clásico, pudiendo estar ambientada (cambiando un ordenador portátil por una máquina de escribir) hace décadas, antes del e-mail, el chat y el sms. El educado y tímido Jean (Sami Bouajila) está locamente enamorado de Émilie (Audrey Tautou), la copropietaria de la peluquería (o salón de belleza) donde trabaja, encargándose de todo tipo de tareas de mantenimiento del local; imitando al protagonista de alguno de los romances narrados en los muchos libros que acumula en su piso, Jean expresa sus sentimientos en un apasionado texto anónimo, pero su destinataria, lejos de sentirse halagada o conmovida, lo hace una bola de papel y lo tira a la basura, sin más. La relación de Jean con Émilie era insípidamente cordial, hasta que un día ella descubre que Jean tiene estudios universitarios y domina varios idiomas (se explica su sobrecualificación y tiene sentido cuando conocemos más al personaje), sintiéndose acomplejada y tensa en su presencia; Émilie desea despedir a Jean, pero una serie de malentendidos con su madre le harán cambiar de opinión.
Maddy (Nathalie Baye) es la madre de Émilie, y está sumida en una depresión desde que su marido la dejó para irse con una muchacha 20 años menor. Émilie no soporta ver a su madre en esa situación, y se le ocurre usar aquella declaración de amor que tiró a la papelera. La reescribe y se la envía a Maddy. Cuando ésta recupera la autoestima y vuelve a ser la alegre mujer que solía ser antes, Émilie piensa haberlo arreglado todo, pero Maddy necesita más atención, más halagos, más cartas, y cuando por casualidad crea que Jean es su admirador secreto, todo empieza a complicarse de manera imparable. ‘Una dulce mentira’ es el octavo largometraje del escritor y director Pierre Salvadori, quien vuelve a colaborar con Benoît Graffin para la construcción de la historia; aclara Salvadori que los guiones de ambos surgen de conversaciones en las que comentan historias que les afectan en ese momento, hasta que encuentran alguna experiencia o algún comportamiento que consideran interesante para tirar del hilo, y tejer el material con el que construir una película impregnada de una notable autenticidad.
A una primera hora ágil e ingeniosa, con un estimulante toque de cinismo que va dejando paso a un sano romanticismo, apoyado el relato en un elenco intachable (a destacar la breve y divertidísima intervención de Judith Chemla), le sigue un tramo final menos inspirado complicando el lío en el que se meten los tres protagonistas (caracterizados por una falta de confianza que los lleva a encerrarse en sus cómodos caparazones), a los que los autores estiman demasiado como para hacerles más daño de la cuenta. Como Salvadori se limita a una convencional puesta en escena, empiezan a notarse las costuras del guion conforme se lleva el enredo hasta sus últimas consecuencias, justo antes de resolverlo, recurriendo a maniobras argumentales que nunca consiguen despistar al espectador, siempre consciente del previsible desenlace. Con todo, la sensación que queda es la de haber pasado un rato estupendo con unos personajes que, al menos durante la mayor parte de los cien minutos que dura la película, se sienten espontáneos y verosímiles como protagonistas de los malentendidos, las contradicciones y los enfados que parecen inevitables cuando se juega con el corazón. Incluso con las mejores intenciones.